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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Clima enrarecido

EN OPINIÓN del presidente del Gobierno, hay ahora en la vida política española un clima "enrarecido y de desquiciamiento general". Lo dijo el pasado lunes, en la reunión de la comisión ejecutiva de su partido. También dijo que percibe un alejamiento entre los temas que ocupan el debate político, especialmente los escándalos de corrupción, y los asuntos que preocupan, o deberían preocupar, a los españoles: sobre todo, los relacionados con el objetivo de convergencia de la economía española con la europea. En esa misma reunión, la dirección socialista acusó al Partido Popular de irresponsabilidad por su tratamiento del tema de la corrupción, y atribuyó ese comportamiento a la "carencia de cultura democrática" de los conservadores. Los populares respondieron reprochando a los socialistas haber roto "las reglas del juego" democrático y haciéndoles responsables de la "parálisis de la Administración".Seguramente muchos ciudadanos compartirán la sensación de desquiciamiento percibida por González, pero también la de parálisis denunciada por los conservadores. Ambas guardan relación con el creciente distanciamiento entre representantes y representados, agravado por la radical falta de sintonía entre Gobierno y oposición. Que lo rrúsmo ocurra en otros países aumenta, más que alivia, la inquietud. Es cierto que ahora no se dan las condiciones que en los años veinte y treinta determinaron la crisis de las democracias europeas; pero el hecho de que algunos síntomas se repitan en diferentes sociedades es todo menos tranquilizador.

El descrédito de los políticos es bastante acusado, pero el de los sindicalistas no es ahora menor: la combinación entre el desbordamiento de las centrales por parte de aventureros de asamblea y las desorbitadas reacciones antisindicales de los damnificados por las huelgas proporciona un excelente caldo de cultivo para la emergencia de otro tipo de aventureros. Es verdad que no hay aquí un Le Pen, y que la derecha realmente existente se haya opuesto a la ley Corcuera y sumado a la manifestación antirracista del otro día en Barcelona indica que no todo es sombrío. Pero la popularidad de ciertos vendedores de remedios caseros -alguno de ellos jaleado estos días por los huelguistas del transporte público de Madrid- indica que el populismo de derechas puede prender en los más insospechados ambientes, y que no está del todo excluido un lepenismo a la española.

El creciente alejamiento entre los políticos y los ciudadanos tiene seguramente causas complejas. Es probable que una de ellas sea la rampante demagogia -halagar los bajos instintos de la gente mediante el descrédito del poder- de sectores influyentes en la opinión pública; pero es seguro que la causa fundamental, aquella sin la que ninguna demagogia haría mella en el sistema, es la percepción por los ciudadanos de ese conjunto de actitudes que se sintetiza en la palabra corrupción (y que comprende actitudes no estrictamente penalizadas en algunos casos, pero sí de búsqueda de privilegio). Las quejas del presidente sobre la monotemática fijación de la opinión en ese asunto habrán de ser acogidas con escepticismo mientras los hechos sigan confirmando que la entrada en vigor de la voluntad de acabar con las zonas de sombra que relacionan al poder con el dinero se aplaza siempre para el siguiente caso: cuando escampe. La enumeración de los escándalos más notorios revela que detrás de muchos de ellos aparece la búsqueda de vías irregulares de financiación de los partidos. La práctica de una democracia austera es hoy la mejor defensa del sistema contra demagogos y aventureros.

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El enrarecimiento del clima político guarda relación también con la impresión que tienen los ciudadanos de que, en caso de duda, los partidos anteponen casi siempre sus propios intereses a los del sistema; y que ésa es la causa de actitudes sectarias como, en las últimas fechas, la de los socialistas en la comisión de Renfe. La prueba máxima de fortaleza del sistema democrático es su capacidad para posibilitar la pacífica alternancia entre opciones diferentes. Ello implica un mínimo de lealtad mutua: renunciar a políticas obstruccionistas o de descalificación genérica y sistemática. Que González y Aznar se caigan bien o mal no debería influir en la existencia de cauces permanentes de comunicación, y de colaboración en determinados campos, entre el Ejecutivo y el primer partido de la oposición. Es absurdo que Aznar casi pida perdón por haber firmado el pacto autonómico, y ridículo que Benegas desautorice al PP negándole su condición de fuerza democrática. Y, más que ridículo, patético que Guerra atribuya su desgracia a maniobras de "conservadores y comunistas incapaces de aceptar el veredicto de las urnas". Democracia austera y relaciones no sectarias entre los partidos: ésa es la receta contra el enrarecimiento climático.

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