¿Cómo se dice 'boat people' en árabe?
Y, sin embargo, el mar estaba tranquilo esa noche clara, demasiado clara, del 5 al 6 de febrero de 1992. Younès Ould Béni Makada -le llamaban así porque había nacido en ese viejo barrio de chabolas de Tánger durante la independencia del país- miraba el cielo estrellado como si buscara su estrella, como si buscara a Dios en esa noche apenas fría. Ningún signo del cielo vino a advertirle del drama que se preparaba a lo largo de la costa de Almería. Pensaba en esa ciudad-balneario en la que las gentes del Golfo, ricas y despectivas, venían a gastar sus millones en esas orgías de las que tanto se hablaba en los cafés de Tánger. Se los imaginaba borrachos de alcohol de mala calidad, frotando su sexo contra pechos grasientos y cansados. Younés los conocía por sus fechorías, de las que la gente daba cuenta exagerando un poco. En un abrir y cerrar de ojos, salvaban el mar desde la Costa del Sol y se encontraban en la ciudad del Estrecho, famosa por sus jóvenes, bellas y fáciles, y por una tolerancia que ellos no podían comprender. La pobreza, el paro, la ausencia de futuro facilitan la permisividad de las costumbres: se cierra los ojos, se hace como si no se viera nada y se traga la vergüenza y el pudor.Younès sólo conoció de la vida la amargura. Amargo lo era, rebelde se deseaba, hasta convertirse en el hijo del polvo y la cólera. Se le había visto en los disturbios de diciembre de 1990, que partieron de Béni Makada. Quería un pasaporte. Acabó por tenerlo. Quería un visado para España. No lo logró. El funcionario del consulado de España en Tánger estaba lejos de imaginar la trágica repercusión que esa negativa iba a tener sobre Younès. Como decenas de tangerinos, Younès había pasado noches enteras esperando la apertura de las oficinas del consulado de España, cuya fachada, que da sobre el mercado de los Bueyes, había sido coronada por barrotes de hierro con la punta tan cortante como una bayoneta. El consulado se había parapetado así por miedo a verse un día invadido por coléricos demandantes de visados. Yunès se había tragado la rabia. Quería partir a trabajar en regla; siguió el camino trazado por la ley. No tenía más ambición que la de salir de la miseria e ir a ofrecer sus brazos a no importa qué tajo de España, donde le habían dicho que había una gran demanda de mano de obra a causa de la Exposición Universal y de los Juegos Olímpicos. Se decía que partiendo solo, siendo limpio, educado, correcto, seguro que encontraría trabajo.
Younès Ould Béni Makada ya no lograba ver el cielo. Demasiados cuerpos se habían amontonado en esa barca pesquera. Consiguió, al menos, liberar su cabeza, sentía un codo hundiéndose en sus costillas, respiraba mal, pero resistía porque las luces de Almería eran cada vez más brillantes, cada vez más cercanas. Así podía seguir el dibujo de las estrellas y no comprendía por qué ningún astro se le manifestaba. Pensaba en los últimos días y en los preparativos de la salida. Fue su primo, camarero en un café, quien le presentó al hombre de la barca, un hombre que no decía su nombré, que no hablaba si no era para exigir, sin discusión posible, los 700 dólares del pasaje. La barca partía de la costa atlántica y debía dejar su cargamento humano en las playas de Almería. Toda la operación llevaría, según su primo, cinco horas. El se decía: una nochecita sin dormir, ¡y después la libertad, el trabajo y la pasta! Younès reunió la suma requerida vendiendo sus bártulos en el zoco chico y, sobre todo, pidiéndole un préstamo a su primo. No era un secreto. Todo el mundo en Béni Makada estaba al corriente de las barcas de la noche. Se las llamaba así porque nadie las veía durante el día, pero se las imaginaban pintadas de negro para confundirse con la noche y no ser avistadas por los guardacostas españoles.
Cuando llegó al fondo del acantilado, Younès creyó que había más de un vía , tan numerosa era la multitud que esperaba. Más tarde se sabría que había doscientas personas. La barca parecía muy pequeña. No dejaba de disminuir a sus ojos. Se convertía en minúscula, como un juguete. Cuando preguntó:"¿Va a acogernos a todos?", el barquero, que vigilaba la operación manteniéndose alejado de la barca, respondió con el dicho marroquí: "El espacio está en el corazón". Esa noche el corazón no tenía espacio, el corazón era mortífero.
Younès ya no miraba el cielo, pero observaba las luces de Almería. Se acordaba de que le habían contado cómo sus antepasados, hace 500 años, habían conquistado España y cómo habían introducido en ese país una cultura grande y bella. Se acordaba también de la época en la que los españoles vivían en los barrios populares de Tánger y de que les llamaban "pantalones remendados". No eran colonos ricos y dominadores, sino gente del pueblo, modesta y sin pretensiones. Y hétele aquí, en esta noche de febrero, atravesando clandestinamente el estrecho de Gibraltar como un vulgar traficante, como un ladrón, como un hombre sin estrella. Como un huérfano de futuro, con la memoria vacía, sin grandes pretensiones, sin demasiada esperanza, únicamente con un cuerpo fuerte dispuesto a hacer los trabajos duros que los españoles se niegan a hacer. Se había colgado alrededor del cuello una bolsita en la que había puesto su pasaporte, el dinero y una foto de su mujer y sus dos hijos. Al partir, su madre le dio un pequeño Corán. Lo cogió, lo besó y se lo guardó. Al partir, olvidó meterlo en el equipaje. Al verlo en el suelo, su madre tuvo el presentimiento de que su hijo no estaba protegido y de que algo grave le iba a ocurrir. No durmió esa noche. Y no volvió a dormir desde esa pálida mañana en la que le trajeron el cuerpo de su hijo envuelto en- una lona militar.
Younès, como Driss, un hombre al que no conocía, murió asfixiado en medio del pánico, cuando la policía de la frontera proyectó una intensa luz sobre la desgraciada embarcación. Unos saltaron por la borda. Otros fueron aplastados, pisoteados y luego lanzados al mar. La sirena de la lancha de la policía, y después el atronador altavoz, habían terminado por provocar una matanza. Se contó una veintena de desaparecidos entre ahogados y huidos. Los restantes 160 fueron detenidos y posteriormente entregados a las autoridades marroquíes. El barquero sin nombre se había quedado en Tánger. También ha desaparecido.
Younès Ould Béni Makada tiene ahora toda la muerte para olvidar. Duerme. Su rostro está sereno. En el cuello, huellas de las manos que le habrían estrangulado. El miedo y el pánico no conocen el pudor. La prensa ha hablado de los boat people del Magreb. Algunos se imaginan ya el sur de Europa invadido por hambrientos hombres de ojos llenos de angustia y odio. Es posible que esa barca de desdicha se convierta en un fantasma que se aparezca en las noches de celebración de 1992. El Sur no pasa todavía hambre. El Sur tiene simplemente necesidad de justicia. Vista desde abajo, España parece inmensa. Sus pies son de barro. Da la espalda; mira al Norte. Haría bien en volverse de vez en cuando para ver si el Magreb le habla. En esa lúgubre noche de febrero, potentes barcos de pesca emigraron hacia las costas marroquíes, evidentemente no con la intención de arramblar con el pescado, sino para ver danzar sirenas sobre cuerpos clandestinos flotantes.
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