El gran abuso
MADRID ES una ciudad respirada por más de tres millones de personas. Su funcionamiento, tan complejo como el de todas las grandes urbes, exige la aceptación tácita de una serie de normas de comportamiento: se cruza si el semáforo está en verde y se espera si está en rojo, se guarda cola en la pescadería o ante la taquilla del cine. La gente, cada persona, confia en que los demás también respetarán esas normas convencionales, sin las que cualquier posibilidad de convivencia sería utópica. Que alguien intente aprovecharse de esa pacífica aceptación de las reglas del juego por la mayoría para imponerse a los demás por su real gana se considera un abuso. Y se llama a los guardias para que lo impidan.Las huelgas que se están produciendo en los servicios públicos son un abuso. Su fundamento es injusto. Consiste en presionar a los poderes públicos mediante la exasperación provocada en la generalidad de los ciudadanos, ajenos a las causas determinantes del' conflicto. Sin embargo, y por razones históricas complejas, existe en las sociedades democráticas una tolerancia, también tácita, de la población ante esas huelgas siempre que la voluntad ,de limitar los efectos de las mismas para los usuarios se exprese en gestos como la evitación de simultaneidad de los paros en otros servicios alternativos, la aceptación de unos servicios mínimos, etcétera. La huelga salvaje de los trabajadores de autobuses madrileños está pensada y ejecutada milimétricamente, de manera que produzca el máximo de extorsión a la gente. De modo singular, a los sectores económicamente más débiles: aquellos habitantes de los barrios periféricos que carecen de alternativa al transporte público. Se trata, por ello, de un abuso, pero también de una provocación.
Provocadores en el sentido fuerte del término son quienes, argumentando oponerse a la privatización de la Empresa Municipal de Transportes, hacen todo lo que cualquier persona interesada en acelerar esa privatización hubiera planificado. Quienes oponen el caudillismo demagógico de las asambleas a la representación institucional de los ciudadanos en el Ayuntamiento. Quienes han embarcado a 7.000 trabajadores en una escalada que ha culminado en esta huelga sin salida. Quie.nes ayer hicieron hoñor a la verdadera naturaleza de su movilización desfilando tras una pancarta en la que pedían para Madrid un alcalde como el de Marbella: las ranas pidiendo rey. Si el Ayuntamiento de Madrid pierde esta huelga, no la estará perdiendo sólo un alcalde o un partido; la estarán perdiendo todos los ciudadanos.
Los sindicatos de clase han tardado muchísimo en desmarcarse de ese tipo de huelgas y líderes. Su argumento era que si se enfrentaban abiertamente a esas asambleas manipuladas por los caudillos de buzo nunca recuperarían la hegemonía que perdieron en las elecciones sindicales. Tan tarde y tan de refilón que ahora la cuestión es que si los sindicatos de clase no dan la cara frente a esos abusos, serán los ciudadanos quienes se movilizarán no ya contra los aventure.ros del sindicalismo, sino contra las centrales. Así ha ocurrido en otros países, y así ocurrirá en éste si Redondo, Gutiérrez y demás sindicalistas no comprenden hasta qué punto la gente está harta. Un reflejo de lucidez ha aconsejado aplazar la huelga de Renfe para no agravar la cosa con la paralización de los trenes de cercanías que afluyen a la capital. Pero se ha mantenido la huelga del Metro a sabiendas de cuáles son sus efectos cuando tampoco funcionan los autobuses. ¿Ley de huelga? Siempre hemos sido reticentes a una regulación restrictiva; si una autorregulación decididamente responsable no se produce ya, ahora, como tantos ciudadanos, estaremos, a favor.
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