Ruido de sables
Cuando el sah fue derrocado y se instaló en Irán el régimen de los ayatolás, hubo un suspiro de satisfacción en el mundo: había caído un tirano y nacido un Gobierno popular. Pocos se percataron en ese momento de una incómoda verdad. Que la razón decisiva para el levantamiento del pueblo iraní contra Reza Pahlevi no fue su megalomanía y sus locos dispendios, ni la corrupción, ni los crímenes de la SAVAK, su siniestra policía secreta, sino la reforma agraria encaminada a acabar con el feudalismo y transferir las tierras de la Iglesia a una masa de nuevos propietarios y sus esfuerzos por occidentalizar Irán, emancipando a la mujer y secularizando parte de la vida pública. Fueron estas medidas las que exacerbaron a los imanes, quienes convirtieron todas las mezquitas en centros de rebelión contra el sacrílego y el impío. El sah no cayó por los muchos males que causó a su pueblo, sino por las pocas cosas buenas que intentó.Algo parecido hubiera podido decirse del presidente Carlos Andrés Pérez si la tentativa golpista del 4 de febrero hubiera tenido éxito. No menos megalómano y dispendioso que el último sah, Carlos Andrés Pérez gobernó entre 1974 y 1979, en medio de una corrupción indescriptible, llevando el populismo, ya firmemente enraizado en Venezuela, a extremos de delirio: nacionalizaciones -entre ellas la del petróleo-, subsidios masivos, reglamentarismo e intervencionismo generalizado en la vida económica, inversiones astronómicas del Estado para crear una industria nacional y fuertes barreras aduaneras para protegerla contra la competencia extranjera. La política de "sustitución de importaciones" fue aplicada en Venezuela por todos los Gobiernos, antes y después de este primero de Carlos Andrés Pérez, pero en ninguno alcanzó los excesos vertiginosos que con él. El control de precios por la burocracia política no sólo concernía a los llamados productos sociales, como el pan y las medicinas, sino incluso al papel higiénico y a las tazas de café, que el Gobierno decidió, en esos años, que tuviera dos tarifas: una si se tomaba de pie y otra si sentado...
Esa forma degenerada y perversa del capitalismo que es el mercantilismo la ha vivido Venezuela de manera más intensa que ningún otro país latinoamericano, en gran parte por culpa de la política de Carlos Andrés Pérez entre 1974 y 1979. Sus sucesores no la enmendaron; socialcristianos y adecos discrepaban en muchas cosas, pero los dos grandes partidos venezolanos parecían convencidos de que siempre habría suficiente oro negro en las entrañas del país y bastantes créditos en los bancos extranjeros para seguir subsidiando industrias artificiales, la ineficiencia de los monopolios y oligopolios que enriquecían de manera extravagante a un puñado de empresas e individuos con influencia, la gasolina barata, el pan barato las medicinas baratas; es decir, el miliunanochesco despilfarro y la efervescente corrupción congénitas a este sistema.
Cuando el barco comenzó a hacer agua, el pueblo venezolano, muy mal educado políticamente, ¿a quién volvió los ojos como opción salvadora? ¡A Carlos Andrés Pérez! Quedaba, sin duda, en la memoria colectiva una fuerte nostalgia de aquellos años pródigos de su primer gobierno, los de la Venezuela saudí, donde había tanto para repartir que a cada grupo de presión en el país le llegaba una prebenda, algún privilegio. Habilidoso hasta los tuétanos, en su campaña electoral Carlos Andrés Pérez se guardó muy bien de decir lo que pensaba hacer en su segundo gobierno. Sólo habló, prudentemente, de la necesidad de "modernizar al país".
Lo que hizo, ya en el poder, fue lo único que puede hacerse con un organismo al que el exceso de droga o de alcohol han puesto a orillas de la muerte una desintoxicación radical. Y como ocurre con los síntomas de retiro del intoxicado, el pue blo venezolano, sorprendido de la noche a la mañana con la tremenda subida del coste de vida que trajo el plan de estabilización -la desaparición de los subsidios y la liberación de los precios-, sufrió un verdadero trauma y salió a las calles a pro testar y a asaltar tiendas. El resultado: varios cientos de muertos.
Pero el antiguo populista parecía haber aprendido bien la lección de lo ocurrido a su com padre y amigo Alan García quien estuvo a punto de desintegrar Perú entre 1985 y 1990 y, pese a la reacción popular -el llamado Caracazo-, tuvo la responsabilidad de perseverar en el programa de saneamiento de la economía elaborado por el grupo de tecnócratas que llevó al Gobierno: redujo el gasto fiscal, inició las privatizaciones reestructuré la deuda externa de 30.000 millones de dólares y obtuvo para ello el apoyo entu siasta del Fondo Monetario y del, Banco Mundial.
Los resultados de esta polí tica sensata (aunque insuficiente) han sido ya positivos, gracias a los inmensos recursos de que Venezuela está dotada Aunque la inflación se ha mostrado rebelde -34% para 1991-, el crecimiento de la economía fue el año pasado uno de los más altos del mundo: cerca del 10%. ¿Por qué entonces, esa pasividad o, incluso, secreta simpatía de tan tos venezolanos con los militares putchistas? ¿Por qué no salieron en masa a defender la democracia cuando vieron los tanques en las calles, como lo hicieron en otras oportunidades? La respuesta a estas preguntas entraña una importante lección para los otros países de América Latina que, al igual que Venezuela, han comenzado en estos años a tratar de corregir varias décadas de desvaríos políticos y económicos.
La primera conclusión es que la vieja picardía criolla de los politicastros profesionales no sirve para hacer una reforma liberal en democracia. Pasar de una economía enajenada por el subsidio y los controles a una libre tiene un alto coste social que no puede imponerse por sorpresa -con nocturnidad y alevosía- a una sociedad sin que ello genere tremendas explosiones de descontento y frustración. Ni el pueblo venezolano ni pueblo latinoamericano alguno tiene la suficiente cultura política -impregnado como está de demagogia y prácticas populistas desde hace muchas décadas- para comprender que no hay otra solución, si quiere salir del embrollo en que sus gobernantes anteriores lo pusieron, que los sacrificios que ahora le inflinge el actual (sin haberlo prevenido ni haberle pedido un mandato para ello). Ello requiere de los gobernantes, no picardía y tretas, sino docencia y transparencia para con los electores desde la campaña electoral.
Esto es importante por razones de principio -en una democracia un presidente no es elegido para que haga lo que le dé la gana, sino para que ponga en práctica aquella política que fue convalidada por el voto-; y, también, porque una reforma liberal tiene muchas posibilidades de frustrarse si ella se ve enfrentada a la oposición resuelta de aquellos sectores de la población a quienes se les piden los mayores esfuerzos para que ella tenga éxito.
La segunda conclusión es que una "reforma liberal", si se limita, como en Venezuela -o Argentina, México, Bolivia, Perú, etcétera-, a combatir la inflación, bajar las tarifas, reducir el gasto público y estimular la inversión, sin remover las barreras que mantienen discriminada a una mayoría de la población, impidiéndole el acceso a la propiedad y al mercado, puede fortalecer la moneda, equilibrar el presupuesto, elevar la producción, pero sus beneficios se confinarán en sectores muy minoritarios, en tanto que la mayoría recibirá sólo migajas (y a veces ni siquiera eso) del saneamiento y desarrollo de la economía del país.
Por eso, sin transformaciones profundas de estructura que extiendan la propiedad privada y den acceso a la empresa y a la iniciativa económica dentro del sector legal a quienes los sistemas mercantilistas imperantes han privado de todo ello, serán reformas "liberales" con pies de barro, pues no habrán Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior hecho avanzar un ápice aquella justicia social -la igualdad de oportunidades- que es, junto con la libertad política y la economía de mercado, principio básico de una democracia liberal. En ningún país de América Latina -con la excepción, tal vez, de la Reforma Previsional chilena de José Piñera- ha habido alguna privatización de empresas públicas que, como aquellas que se hicieron en el Reino Unido bajo el Gobierno de la señora Thatcher, permitieran a millones de obreros y empleados de esas mismas empresas volverse sus accionistas.
Dentro de esas reformas olvidadas por los flamantes Gobiernos liberales de América Latina se halla la moralización. Ninguno de ellos ha tenido la entereza de sancionar a quienes, al amparo del poder político, se enriquecieron, pillando descaradamente los recursos públicos y abusando hasta la náusea del tráfico de influencias. Los antiguos ladrones siguen allí, nadando en la abundancia, exonerados de toda culpa por indignos Parlamentos o Cortes Supremas corrompidas, haciendo tiempo para volver al Gobierno si la amnesia y la estupidez humana lo permiten (en Venezuela lo permitieron).
Este espectáculo no es el más adecuado para mantener la confianza de un pueblo en sus gobernantes y en el sistema democrático en la hora difícil de una transición hacia la economía de mercado, sino, más bien, para desalentarlo e inducirlo a abrir las orejas ante quienes, como el novísimo aspirante a dictador de Venezuela ahora en la cárcel, le dice que ha llegado la hora de sacar el sable y cortarle el pescuezo de una vez a toda esa recua de políticos civiles que sólo sirven para hacer más ricos a los ricos, más pobres a los pobres, y para llenarse ellos mismos los bolsillos.
Desde luego, hay que alegrarse de que el cuartelazo venezolano no triunfara, porque, si ello hubiera ocurrido, Venezuela lo habría pasado mucho peor. Y fue bueno, también, que Carlos Andrés Pérez recibiera el apoyo inmediato de los gobernantes del resto del continente. Pero lo importante ahora es que todos ellos tomen nota de la seria advertencia que significa esa terrorífica imagen de la tanqueta embistiendo las puertas del palacio de Miraflores, pues va dirigida a cada uno de ellos tanto como a Carlos Andrés Pérez. Nuestras democracias son frágiles y los pueblos que las han hecho posibles necesitan ser persuadidos con hechos concretos de las bondades del sistema y de que los sacrificios económicos se hacen en su beneficio, no en el de las pequeñas minorías privilegiadas de siempre. El apoyo popular a la democracia da síntomas de fatiga no sólo en Venezuela.
El rumor de los sables desenvai nados se escucha también en otras partes. La responsabilidad de lo que ocurra, si algo malo ocurre, no será del Fondo Monetario Internacional, sino de quienes, teniendo, como nunca antes, todo en sus manos para cambiar el destino de América Latina, hicieron lo necesario para que ésta permaneciera den tro del círculo vicioso tradicio nal de los tres seudos, los gran des protagonistas de nuestra his toria: seudodemocracia, seudo capitalismo y seudorrevolución.
Copyright Mario Vargas Llosa, 1992.
Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1992.
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