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Tribuna
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El enemigo principal

El autor acusa al Gobierno de justificar cualquier fracaso de la política económica con el incremento salarial. En su opinión, tanto empresarios como dirigentes deberían ocuparse de otros factores que logren una economía más competitiva.

Ustedes lo han adivinado. A tenor de la asiduidad y alarma con que a ello se refiere, el enemigo público número uno del Gobierno no parece ser la corrupción, ni la droga, ni el fraude fiscal, sino el incremento salarial de los trabajadores. En los últimos años, el recurso a la culpabilización salarial se ha utilizado para todo. Se ha convertido en el instrumento autoexculpatorio preferido. Se repite cada año con la precisión de un reloj. Es ya un clásico del que se echa mano según convenga para achacarle, unas veces la inflación, otras el paro, ahora el destino de España en Europa o, en ún, el carácter progresista del socialismo.De tan persistente y denodado ataque cualquiera extraería la conclusión de que las subidas salariales en España están desmadradas. Los datos dicen lo contrario: el último informe de la Comisión de la CE sobre la evolución económica en la Comunidad señala que en el año 1989 el incremento salarial real per cápita en España fue tres veces inferior a la media comunitaria. En el año 1990, a su vez, el incremento salarial real por persona en nuestro país fue la mitad que el comunitario.

Con énfasis profesoral suele afirmarse una y otra vez que las subidas salariales no deben crecer más que la productividad. Pero, ¿cuándo en los últimos 10 años ha sucedido lo contrario? Según las estadísticas oficiales desde 1982 a 1992 nunca, ni con destrucción de empleo, ni con creación de empleo y aumento de salarios reales.

Quizá por esto, la obsesión incriminatoria que muestran nuestras autoridades hacia los salarios dentro de nuestras fronteras contrasta con su frontal oposición a que las remuneraciones formen parte de la política social comunitaria.

La acusación salarial sirve para un roto y para un descosido. Cuando el empleo iba viento en popa y la inflación, en cambio, mostraba un feo cariz, los salarios tenían que cargar con la culpa del desbordamiento de las previsiones oficiales. Ahora que la inflación va menos mal y el empleo, por el contrario, fatal, es sólo cuestión de variar algunos grados el ángulo de tiro, porque el causante del aumento del paro es también, naturalmente, el mismo.

Misterios de la verdad oficial: a la hora de rentabilizar los éxitos, el razonamiento cambia de signo y la referencia a los salarios desaparece del discurso. Si crece la inversión y el empleo o baja la inflación, ello es exclusivamente como consecuencia de los aciertos de la política económica. El Gobierno monopoliza los éxitos y socializa los fracasos. De todo ello parece derivarse que los salarios son cruciales en política económica, pero sólo cuando las cosas salen mal.

Esta continua arremetida hacia los excesivos incrementos salariales no suele ser obstáculo, sin embargo, para que al cabo de los años el Gobierno se jacte de que en España las retribuciones laborales no hayan perdido (o hayan ganado) poder adquisitivo en determinado periodo, como si ello también hubiera estado diseñado y promovido por su política, y no alcanzado pese a su total resistencia.

Salarios culpables

El Gobierno le ha cogido tanto vicio a esta línea argumental que la ha convertido en un mecanismo automático de autoexculpación. No hace falta ser mal pensado, sino únicamente observar la secuencia del último quinquenio para concluir que desde el Ministerio de Economía se anuncian cada año objetivos de subida salarial anormalmente bajos sólo con la pretensión de que, quedando por debajo de lo realizado, pueda ser responsabilizada de los malos resultados económicos. Tal argucia resulta siempre útil, ya que en cada ocasión hay algo de lo que inculpar a los salarios de los trabajadores. Que ésa es otra: nunca se ha visto una crítica oficial a los aumentos de las retribuciones de los ejecutivos de las empresas o de los altos cargos de la Administración, aumentos que suelen ser muy superiores, se mida como se mida: en términos porcentuales, nominales y extraoficiales.

Sea esto así o no, lo indudable es que el Gobierno español es el único del entorno que realiza cada año una pública y enfática recomendación respecto de las subidas salariales a pactar en los convenios. Esta intromisión en la libertad contractual de las partes sociales es tan extraordinaria que los expertos extranjeros suelen quedar boquiabiertos al enterarse de ello.

¿Qué haría el Gobierno, si no tuviera a mano a los sindicatos y a los salarios para endosarles todos los resultados adversos, desde la inflación a la competitividad exterior? No lo duden: si no existieran, correrían a inventarlos. Ciertamente, los salarios son el chivo expiatorio favorito pero no el único. En realidad, sólo de los éxitos se encuentra responsable. Si las cosas no salen como fueron anunciadas siempre se recurre a explicaciones exógenas. Así, si los.tipos de interés son los más elevados de Europa se debe a la inflación; si el tipo de cambio de la peseta perjudica a las exportaciones, la culpa es de los tipos de interés; si los objetivos monetarios se desbordan es por efecto de mecanismos autónomos generadores de liquidez; si los impuestos no recaudan lo previsto, os cu pa es son os efraudadores o el enfriamiento económico; si aumenta el déficit exterior es que los españoles consumen más de lo que producen; si algunas regiones no se reindustrialízan es por no ser socialmente modélicas; si el paro aumenta es por culpa de las mujeres; si la vivienda resulta inasequible para la mayoría se debe a la especulación surgida espontáneamente. En fin, duendecillos, vicios nacionales, ignorancia colectiva.

El Gobierno no conoce el error. Pero tampoco la oposición, y la sociedad en sus diferentes expresiones, le pide demasiadas responsabilidades en política económica. Llama la atención, en efecto, la falta de debates públicos sobre las decisiones económicas que se toman, las prioridades que se eligen, lo que se desecha o aplaza, las consecuencias de tal o cual elección, en definitiva, sobre todo lo que hay de responsabilidad política en la evolución de los aspectos económicos y en el carácter, supuestamente técnico, de tales decisiones.

Para convertir a los salarios en el enemigo principal, el Gobiemo tiene que retorcer los argumentos y simplificarlos al máximo. Por ejemplo, en relación con los precios y con el empleo. Negar que los salarios tienen incidencia sobre la inflación o sobre el empleo, sería una estupidez. Achacarles, sin embargo, la responsabilidad total, o siquiera determinante, además de estúpido es pura ideología.

En efecto, muchos son los factores que determinan el aumento de los precios. Entre ellos, y de forma principal, las decisiones de las empresas que son quienes los fijan. Rara es, sin embargo, la ocasión en que se haga referencia a otras causas o a responsables distintos de los salarios. Y si alguna vez acontece, rápidamente se olvida: es lo que sucedió con los buenos propositos de realizar una política de precios en el sector servicios, que el Gobierno anunció a bombo y platillo durante la presentación del nonato pacto de competitividad y que hasta ahora ha quedado totalmente inédita.

Lo mismo sucede respecto al empleo. En los últimos años se ha venido insistiendo en que para crear empleo era necesario aumentar la inversión y la actividad económica. Esto era tan obvio que concitaba universal aceptación. No se conoce, en efecto, ningún caso en el mundo en el que una economía de mercado genere empleo sin crecimiento económico.

Sin embargo, ahora que el empleo tiene una evolución menos positiva, nada se dice del crecimiento económico. Todo vuelve a depender de que los salarios suban más de lo que recomienda el Gobierno. La política de enfriamiento practicada no ha tenido, por lo que se ve, nada que ver con la recesión industrial y la caída del empleo.

Crisis industrial

Es difícil de aceptar, no obstante, que en un panorama de caída de la actividad industrial la creación de empleo dependa de que los salarios suban finalmente un punto más de lo que considera oportuno el Gobierno. Más bien resulta lógico pensar que las empresas en el corto plazo aumentan sus plantillas cuando aumenta la demanda y necesitan incrementar su producción y las reducen cuando ocurre lo contrario, al margen de que aumente mil duros el salario medio.

Ahí se sitúa realmente el problema, y no en los salarios. La producción industrial no creció nada en el 90, y ha caído significativamente en el 91. El nivel de la cartera de pedidos es el peor de los últimos nueve años, según los empresarios. La tendencia de la producción y la utilización de la capacidad productiva han descendido a cotas de hace seis años, mientras sube el nivel de existencias de productos terminados. La consecuencia de ello es que el empleo industrial se ha reducido: un 3,1% durante los tres primeros trimestres de 1991.

Lo malo de estos sofismas interesados sobre los salarios es que muchos empresarios terminan creyéndose el mensaje y se instalan en él, en lugar de preocuparse por otros factores de los que depende la competitividad de sus empresas. Menos mal que el señor Brittan, conservador británico además de comisario europeo, les ha venido a recordar que lo más competitivo que tienen las empresas en Espafia son justamente los salarios.

José María Zufiaur es miembro de la ejecutiva confederal de UGT.

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