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Cinco cruces en el corazón del barrio

"Los muros han resistido 300 años y aguantarán también a estos cabrones", decían los vecinos

"Estos muros han resistido 300 años y aguantarán también a estos cabrones", dijo la joven mujer, con el pijama de franela asomando bajo el abrigo negro. A punto de dejarme llevar por el tópico, iba a escribir que sus ojos estaban empañados por las lágrimas: qué tontería, si a todos los vecinos nos ocurría lo mismo. Junto a la hermosa, madrileña, tajante declaración de principios de la muchacha, el pijama de franela, las zapatillas.Te fijas en detalles como éste cuando parte de tu mundo, de tu barrio, se desmorona al empezar el día. Esas ristras de chorizos y morcillas colgando absurdamente en el interior del Luarca, tan buen restaurante, barato, que aquí apreciamos tanto porque esto se ha llenado de yuppies que encarecen el nivel de vida y aparcan en cualquier parte.

Quizá fue esto último lo que hizo que los ocupantes de la furgoneta militar no adivinaran que en el automóvil mal situado que tenían delante se encontraba sentada la muerte. Lo cotidiano arrasado: señales de metralla, como de lucha entre facciones, en las paredes que se levantan donde la Inquisición montaba hogueras. Y esa foto tantas veces vista, en las guerras, una foto beirutí de anciana que solloza, en bata, asomando por el boquete que fue la ventana que da a su cocina destruida.

Los muros resisten a los cabrones, pero la gente es frágil, y la gente de mi barrio -trabajadores, menestrales, jubilados y algunos jóvenes entusiastas de la belleza y la historia- siente su enorme fragilidad, su indefensión ante la maldad ciega que ha madrugado para dejar el corazón de Madrid acribillado de cristales rotos.

Fue a esa hora en que se sacan a pasear los perros y se comenta el desastre estético que el Ayuntamiento acomete en la plaza de la Paja. A esa hora en que se escuchan las noticias en la radio, que la mayoría de las veces son lejanas, los vecinos del barrio fuimos noticia y luego lo oímos por la radio.

A unos cincuenta metros de la explosión, separados de ella por el palacio de Anglona y la iglesia de Jesús el Pobre, la onda expansiva nos impulsó fuera de la cama, y salimos a la corrala, al balcón, a la calle. inmediatamente después de la explosión empezaron a sonar sirenas, y un helicóptero de la policía tronó sobre nuestras cabezas. "¡En la fuente!", gritó alguien. Tenía razón: en la pequeña plaza donde una odalisca remata la fuentecilla estaban los cuerpos destrozados y la chatarra ardiendo.

Los muros resistieron, no así los objetos, las modestas pertenencias. Corríamos los vecinos, desorientados, frenados por la policía, mientras los perros rastreaban en busca de otros explosivos. María, muy joven, inquilina del número 24 de la calle de Segovia, repetía, temblorosa: "Es el segundo; a mí me pilló ya el de hace tres años, en Reina Victoria".

Tres soldados que están cumpliendo el servicio militar en Capitanía preguntaron a qué hora se había producido la matanza. "Nos hemos salvado de milagro. Siempre pasamos por aquí antes, pero hoy nos hemos retrasado".

Más allá de los restos de automóviles, de los cascotes, de los rostros alterados, de los escaparates arruinados; más allá del dolor de los testigos, de la desesperación de los familiares, en la pequeña, hermosa y hasta ahora pacífica calle de la Villa, está el edificio que albergó el Estudio Público de Humanidades. Y una placa de mármol, cuya inscripción hoy parece conmovedora. "A los humanistas de España, de la Villa de Madrid".

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