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Un moralista en la política

Observábamos una intervención creciente de los escritores en la política de América Latina, pero en lugar de llegar al poder en esta región del mundo, como creían algunos, la clase intelectual se ha instalado en los parlamentos y en los Gobiernos de Europa del Este. Václav Havel, dramaturgo, ensayista y presidente de Checoslovaquia, es el caso más conocido, pero está lejos de ser el único. En su reciente visita a Chile el presidente de Hungría pidió reunirse con los escritores del país, sus colegas. Hace poco he tenido ocasión de conocer a intelectuales polacos que ocupan cargos parlamentarios o tienen posiciones destacadas en el Gobierno de Varsovia. No me extrañaría que eso también ocurra en la Unión Soviética y en otros lugares. Son signos de estos tiempos, resultados bastante coherentes de una situación que sólo conocemos a medias. Al fin y al cabo, el disidente intelectual, allá mucho más que acá, fue uno de los factores determinantes de la salida de la dictadura. Acá, los intelectuales tuvimos una participación importante, no del todo reconocida, pero los políticos profesionales sobraban. La clase política no había sido destruida en forma completa, como había sucedido, en cambio, en los países del socialismo real. En esos países, los escritores, los filósofos, los poetas, los músicos, unidos en algunos casos a los dirigentes sindicales, pasaron a constituir la única oposición vigorosa y más o menos organizada.Como siempre ocurre, terminan las dictaduras y comienzan a conocerse los testimonios de la lucha interna, impresionantes y necesarios. Las Cartas a Olga, de Václav Havel, desde una perspectiva individual, inevitablemente limitada, pero de una concentración y una penetración extrema, permiten conocer el proceso checo mejor que muchos tratados científicos. Havel entró a la prisión en 1979, acusado de formar un movimiento de oposición Ilegal, y estuvo en la cárcel, en régimen de trabajos forzados, hasta fines de 1982. En todo ese periodo le permitieron destinar un par de horas por semana a escribir una carta a su mujer. También podía recibir una carta de respuesta. Los textos de ida y de vuelta estaban sometidos a una censura estrictisima. Es decir, la censura de la cárcel era mucho más dura que la que imperaba en el resto del país. Havel no podía hacer reflexiones políticas ni referirse a las malas condiciones del régimen carcelario. No podía mandar o recibir saludos o mensajes de sus amigos. Esas limitaciones, de algún modo, determinaron el estilo de las cartas. Las convirtieron en cartas morales de una especie nueva y a la vez antigua: reflexiones culturales, filosóficas, psicológicas, éticas. Es notorio el interés de Havel por el existencialismo, por la fenomenología, por las literaturas del absurdo. Su correspondencia supone un buen conocimiento de la filosofía contemporánea, sobre todo de algunas de sus corrientes, pero remite a cada rato a autores como Franz Kafka, Albert Camus, lonesco o Samuel Beckett. En este sentido, constituyeron un género curiosamente híbrido y contemporáneo, una mezcla de narración autobiográfica e introspectiva, de crítica literaria y ensayo. Havel insiste a cada rato en que no es un filósofo, sino un escritor, y creo que no necesita insistir tanto, al menos cuando edita las cartas originales y las convierte en textos para un libro. Él pertenece a una clase muy caracterizada de escritores de este siglo; escritores pensadores a la manera de Unamuno, de Camus, de Gide, de Octavio Paz, de tantos otros. Sin esa literatura, nuestro siglo sería otra cosa. Ella nos remite siempre a la complejidad laberíntica, al absurdo y al drama de esta época.

El libro revela con gran claridad cómo el objetivo del régimen era quebrar la moral de los disidentes y cómo, por reacción, al recurrir a reservas profundas de la inteligencia y de la voluntad, la disidencia se volvía invencible y tenía que terminar por imponerse. También demuestra que la presión internacional era una ayuda decisiva, capaz de modificar situaciones hasta en el interior de un campo de trabajos forzados. Uno de los aspectos más sorprendentes del caso de Havel es que tenía una invitación para dirigir una obra de teatro suya en Estados Unidos y el régimen le había dado a elegir entre el exilio y la cárcel. Él, sin censurar a otros exiliados, hablando con amistad, con franca simpatía, de personas como el director de cine Milos Forman, que triunfaba en Norteamérica y en Europa, llegó a la conclusión de que tenía el deber de quedarse. Un día tuvo la oportunidad de ver en la televisión de la cárcel una película polaca, Con amore, e interpretó su sentido de esta manera: "Decía que hay situaciones en las que un artista debe abandonar el arte para hacer algo positivo en la vida...".

Si el estalinismo exigía el compromiso social y político de los escritores, parecería que la lucha contra el estalinismo, en sus formas últimas, en los puntos de mayor riesgo, también llegó a exigirlo. En Cartas a Olga hay toda una elaboración del concepto de responsabilidad e incluso del concepto de fe, no en su forma religiosa, pero sí en su puro carácter humanista. Me parece percibir que Havel ve la obra de Kafka, su coterráneo, como sostenida por una fe de esta especie, una confianza a pesar de todo y contra todo en el ser humano. "Las distintas interpretaciones teóricas de Kafka nunca me han interesado de una manera especial; para mí es incomparablemente más importante la certeza trivial y pre-teórica de que Kafka tiene razón y de que las cosas son exactamente así".

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Esa fe, según Havel, es una condición del espíritu, un estado que se posee o no, y hace que en la relación del hombre con el mundo exista "el deseo del sentido". La noción del absurdo en autores como Kafka, Beckett, Camus, derivaría de ahí. "Sin la suposición de sentido o del deseo de sentido, la noción de lo absurdo sería impensable". El arte del absurdo, en consecuencia, como "grito desesperado ante la pérdida de sentido", sería en última instancia un producto de esta fe, así como el arte comercial sería un arte descreído, desprovisto de principios, en la más amplia acepción de estos términos.

Algunos de sus colegas salieron al exilio, con razones más que justificadas, pero Havel resistió, se fortaleció en la cárcel y escribió una correspondencia de una fuerza moral y estética extraordinaria. Al final se convirtió en el presidente de su país y en el símbolo de las libertades recuperadas. Es una historia que vale la pena conocer por dentro, con atención pensativa. Ahora se suele decir que los países del Este salieron del socialismo real en forma ingenua, sin saber lo que los esperaba en el otro sistema político y económico. La lectura de Cartas a Olga demuestra la trivialidad, la superficialidad de ese enfoque del asunto.

Jorge Edwards es escritor.

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