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La memoria y los olvidos

Hay momentos en que lo vivido aparece de nuevo como si volviésemos a sentirlo, y no es menos cierto que se desvanecen cual humo muchas de las cosas que en el presente agitan el corazón. Pero hay seres que no olvidan nunca: los que sufren la saudade galaico-portuguesa, recordando siempre las rías brumosas, y los que sienten heimweh, nostalgia germana de la roca de Loreley al borde de las montañas renanas, o añoran el pueblo que les vio nacer. Todos ellos concentran estos sentires en una memoria sin olvidos: "E vou, lonxe de vos, inda mais lonxe, / pra vos lembrar millor, mais docemente...", canta el poeta Lorenzo Varela, siempre fiel a sus orígenes. "La tierra natal es el hogar" (Hölderlin), y jamás se puede olvidar. Pese al empeño o voluntad de recordar, todos olvidamos algo de lo gozado o sufrido, que se sumerge en la noche del inconsciente "tú, jardín del olvido" (G. Trakl), para rememorarse en los sueños nocturnos que olvidamos al despertar. Sin embargo, el gran escritor gallego Rafael Dieste me dijo, como lo más natural, que él podía narrar todos sus sueños nocturnos y hasta describir con claridad y precisión los personajes y lugares soñados.Existe una memoria de los olvidos y unos olvidos de la memoria, contradicción patética que nos hace comprender que el tiempo es el gran protagonista de nuestra vida emotiva y sentimental. La memoria selecciona cuanto quiere recordar, para guardarlo intacto. Pero hay dos tipos de memoria. La corta u operativa, que conserva impresiones por el trabajo de la atención, cuyas huellas se mantienen un tiempo relativamente breve y luego desaparecen. Por el contrario, la memoria larga es un amplio proceso cognoscitivo que se realiza en un alto nivel e incluye una serie de operaciones lógicas, afirma el psicólogo soviético Alexandr Luria.

A veces sorprende que imágenes perdidas en el tiempo emergan sin querer, como el trozo de vida a que le retrotrae la famosa magdalena y la taza de té al protagonista en la obra de Proust. Pero la psicología contemporánea ha demostrado que esta memoria no es involuntaria, sino resultado de una búsqueda intencionada de recordar lo olvidado, que está todavía vivo, aunque oscurecido por el tiempo. Así la sonata de Vinteuil, vuelta a escuchar en una fiesta mundana, recuerda a Swann toda su vida amorosa con Odette de Crecy, no meros episodios inconexos, lo que viene a probar que la memoria, «concentración de sensaciones, impresiones, percepciones, emociones, sentimientos y pensamientos múltiples, constituye la unidad psíquica. El desmemoriado por una atención reflexiva deliberada puede recuperar susolvidos y lograr una codificación de sus vivencias, lo que obliga a un trabajo se síntesis y agrupación de todo lo disperso.

El olvido es una distensión del ánimo, porque no podemos soportar durante mucho tiempo la tensión del vivir; es el reposo necesario del luchador vital, una morada para escapar del duro quehacer cotidiano. Con el ánimo distendido o contraído, unas emociones pasan deprisa y otras más lentas. Pero la distensión que proporciona el olvido no impide que estemos presentizando siempre lo que sentimos, pues, en cuanto dimensión original del tiempo, el presente se desplaza hacia atrás, y lo que vivimos ahora se olvida porque está pasando. El olvido es una distracción necesaria de la atención para seguir viviendo. También se puede querer olvidar hasta extinguir las huellas del pasado, que los psicólogos denominan inhibición activa de lo que se ha padecido o gozado. Esta desmemoria voluntaria impide las evocaciones que pueden hacernos sufrir en el presente. Por ello, el olvido ya no se considera un lento desaparecer de lo vivido, ni proceso pasivo al que nos abandonamos con pesadumbre y melancolía. Al recordar vemos pasar nuestra vida como en una pantalla, pudiendo hacer una parada y descansar, o borrar lo perjudicial y dañino para retomar al impulso vital con mayor energía.

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Ahora bien, se puede vivir el presente recordando el pasado, como los protagonistas de La dama del perrito, de Antón Chéjov, cuyo amor nace al evocar lo que han vivido, y esta mutua memoria les va uniendo cada día más afectiva e intensamente. En la novela Invierno en Lisboa, de Muñoz Molina, los sonidos del violín de una orquesta de jazz reavivan un amor soterrado y lejano. Nos esforzamos y luchamos por rememorar para rescatar del pasado, pues nada más doloroso que los amores perdidos, los amigos desaparecidos, porque nos revelan el vacío de la memoria, la nada existencial. Pero, por mucho que nos empecinemos, la memoria no puede salvarnos del tiempo fugitivo y aniquilador, pese a que Bergson intentó divinizarlo. Algunos ya no podemos evocar nuestra infancia, y los recuerdos que de ella tenemos son pocos, desvaídos, todos juntos no dan para llenar un día y, menos aún, para darle sentido unitario. Recordamos más fácilmente la vida juvenil, porque es más consciente y decisiva, pero también se olvidan muchos acontecimientos vividos en esa etapa. Nos vamos muriendo sucesiva y ordenadamente desde la niñez a la juventud y madurez hasta llegar a la vejez, que es la desmemoria.

Los recuerdos que tiene el viejo de su vida son pocos y cada día menos en número, precisión e importancia. Cuando se llega a la edad en que se desvanecen los recuerdos y ya no se puede retrotraer el tiempo perdido, paradójicamente "este dolor yo sé que es vida" (Herrera el Divino), porque es ánimo sereno, estable, es estar siendo siempre así en el presente, como si las cosas y hechos resucitasen constantemente y el tiempo no pasara. En este olvido alcanza el viejo el ritmo pausado, delicioso, de la existencia definitiva, pues no le queda nada por hacer, ni siquiera el trabajo de memorizar. La memoria del anciano es como una pantalla interna inmutable, en la que nada aparece debido a su desinterés vital.

El mayor peligro para el hombre es quedar prisionero de su memoria, es decir, de los duendes y fantasmas creados en el transcurso de su existencia. Por esta razón, el profesor Eloy Terrón nos propone una ecología mental para liberarse de estas basuras retrospectivas, carga abrumadora de los recuerdos y experiencias del pasado que impiden vivir un presente real, y tampoco dejan espacio para construir el futuro. Es el peso de lo práctico-inerte, que definió Sartre. Dejemos, pues, de evocar proustianamente el pasado, o de regocijarnos pasivos con los descubrimientos sutiles de la memoria, para poder vivir y disfrutar nuestro tiempo en su realidad esencial. Y, desde el inevitable presente huidizo, soñar futuros previsibles, creaciones reales, no tentadoras invenciones innecesarias.

Carlos Gurméndez es ensayista, autor de Crítica de la pasión pura.

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