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Un sidoso

Tenía 46 años: era, pues, lo que se suele llamar un hombre joven, aunque también hubiera pedido decirse, con Miguel Espinosa, que había "alcanzado esa época de la existencia en que los hombres empiezan a derrumbarse psíquica y físicamente", según leemos al comienzo de La fea burguesía. En cualquier caso, aún le quedaban, en circunstancias normales, años suficientes de vida. No ha sido así, y X, a quien yo conocía, ha caído pronto y lo ha hecho con el mismo silencio con que había vivido. He sabido de su muerte en la síncopa de una conversación, al vuelo de otras disquisiciones. Nadie ha vuelto a hablarme del asunto después de ese día. Pero todo -síncopas, silencios- lleva la marca del sida; el personaje pertenecía a uno de esos denominados grupos de alto riesgo. Sí, todo lleva esa marca, aunque nadie me lo haya dicho así. El era un condenado en potencia desde hacía mucho tiempo.Yo no sé cómo ha sido su muerte, aunque he de suponerla desastrada, según cuentan que son esas muertes. Pero sí sé que esta muerte vergonzante es una señal -sólo una más, seguramente- de que algo no funciona como es debido (o como debería) en nuestro sistema de valores. Los medios de comunicación han aplaudido estos últimos tiempos la decisión de un célebre jugador norteamericano de baloncesto -de anunciar que era portador de anticuerpos del sida. Me uno al aplauso, aunque no pueda aplaudir la comercialización en cadena que ha generado la decisión del ídolo: todo se vende, hasta esta peste. X no pudo anunciar nada. Su vida entera estuvo basada en la ocultación. Ahora mismo yo debo ocultar su nombre. Tanto silencio, tanta soledad acumulada, tanto sufrimiento represado, me parece que acabarán por volverse en contra de quienes estamos integrados en el sistema, digámoslo utilizando la fórmula acuñada. Pero quizá he enunciado un piadoso voluntarismo, sólo eso: nada se vuelve contra nada, y el mundo sigue.

X amaba a los clásicos españoles, era un exquisito degustador del arte medieval, escribía versos que no publicaba, filmaba películas que nunca exhibió. Así poblaba su soledad, llenaba con las presencias del arte el duro desierto que en muchos momentos debió de ser su vida. Cuando ocurren cosas de esta índole, cómo puede decirse que vivimos en el mejor de los mundos. La verdad es que el infierno está bastante más cerca de nosotros de lo que a veces pensamos, de lo que algunos piensan. Por favor, que nadie venga con el argumento de que África, llena de sidosos, está peor. Ésas son extrapolaciones mecánicas que tienden a disculpar lo que no es disculpable.

Destacados lingüistas prefieren sidático a sidoso para designar al enfermo de sida. Les parece que el primer término, por asociación con -leproso, tuberculoso, etcétera, posee connotaciones muy negativas, que sólo contribuirán a intensificar el halo maldito que rodea a la enfermedad. Tengo la impresión, sin embargo, de que sidoso es irreversible en virtud de los señalados mecanismos asociativos. Y acaso en virtud de su misma dureza.

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En efecto, ¿merecen la pena las designaciones eufemísticas o semieufemísticas cuando los códigos de valores vigentes son lo que son? Cierto que en este aspecto se ha progresado en los últimos tiempos, que incluso altas personalidades -de la vida española han dado el necesario paso adelante en la lucha contra la enfermedad a la que se está intentando arrancar al menos su absurdo rostro paleotestamentario. Con todo, el problema es más hondo porque excede al mismo mal. El problema es si no necesitamos a los marginados como medio de asentar nuestro orden. Por eso se ha hablado con justeza del sida como metáfora.

Pero yo no quería trazar consideraciones de altos vuelos. Sólo quería ilustrar una breve y, para los más, insignificante noticia: la de una vida rematada trágicamente después de ser vivida de modo problemático. La literatura contemporánea tiene en el tema de la autenticidad uno de sus topoi sustanciales. No es casual, aunque mañana el historiador a lo mejor le arranca sus raíces vitales y lo reduce a mero elemento descriptivo. X no fue auténtico en cuestiones sustanciales de su vivir -pero ¿quién lo es?, ¿a él le dejaron serlo?- y cuando jugó con la otra baraja -la autenticidad que se niega a decir su nombre- se encontró con la respuesta atroz. No bíblica, pero terrible.

Una pequeña historia puede contener muchas historias. Ésta de X acaso las contenga en proporciones superabundantes. Pero moralizar, ejemplificar, sentenciar son prácticas que se avienen mal con el ejercicio de la melancolía. Y ésta es la que hoy yo siento poner sus grises garras sobre las teclas del ordenador en que escribo. Ahora recuerdo lecturas- imágenes de libros de arte, conversaciones sobre catedrales góticas, paseos por la ciudad del sur, hermosa y buñueliana a la par, fervores compartidos que ya sólo permanecen en una memoria. También su rostro súbitamente demudado cuando vio sobre una pared el insulto descalificador que algunos, tan seguros de sí, tan neciamente hombres, proferían vilmente contra él. Al evocarlo, la melancolía se trueca en ira.

Recuerdo, y al mismo tiempo me digo, que es necesario hablar de todo esto; poco importa quien lo haga. Que frente al orden de los triunfadores, los condecorados y los ungidos por todos los títulos de este mundo, hay que volver una y otra vez la mirada a este otro orden (a este desorden) de los vencidos y humillados. Porque algo es evidente: no son ellos los culpables de su derrota. Lo más grave del sida es que suele venir muchas veces, ha venido en este caso, a rematar vidas desdichadas, signadas por la marginación. Y es de ésta de donde brotan las aguas verdaderamente venenosas. Hundido en ellas, aún chapoteando, veo a X mientras el silencio de la muerte hace que todo parezca esa película a la que le han quitado la banda sonora y las vocalizaciones de los personajes resultan gestos fraudulentos, señales mutiladas que se convierten en su propia caricatura

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