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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Los viernes, milagro

Mario Vargas Llosa

Durante 15 años, uno de los programas más populares de la televisión francesa estuvo dedicado, no a las variedades, las canciones, los concursos, la actualidad política, los deportes, sino a los libros. Cada semana, los viernes en la noche, entre tres y cinco millones de telespectadores seguían fielmente los diálogos o discusiones de un grupo de autores, bajo la dirección de un amable periodista que nunca se presentó como crítico literario ni intelectual, sólo como un animador.Puedo dar testimonio de la popularidad de Apostrophes. A la mañana siguiente de pasar por el programa, un día de 1982, me reconocían los camareros de los bistrots, la boletera de un cine, gente en el Metro y me pedía un autógrafo un aduanero del aeropuerto Charles de Gaulle. Dos veces estuve en Apostrophes en la década del ochenta y en ambas ocasiones se repitió ese fugaz pero amplísimo reconocimiento callejero, prueba inequívoca de la irradiación del programa en medios no conformados por frecuentadores de librerías.

El formato era muy simple. Aunque hubo algunos especiales - dedicados a un solo autor, como Nabokov, Marguerite Yourcenar, Albert Cohen o Georges Dumézil -, lo normal era que Apostrophes reuniera, durante 75 minutos, a cuatro o cinco autores de libros que tenían alguna afinidad temática, formal o de género. El conductor, Bernard Pivot, iba presentando cada libro con un rápido resumen de su contenido y luego interrogaba a su autor por algunos minutos sobre su trabajo, pretensiones y su propia interpretación de la obra. Insensiblemente, el diálogo iba incorporado a todos los invitados y transcurría así, con discretas intervenciones de Pivot para centrar la conversación si se iba por las ramas o para apaciguar los ánimos en caso de excesiva beligerancia polémica.

Al parecer, hubo pocos incidentes de factura mayor en las 724 emisiones de Apostrophes: un par de bofetadas de un periodista a un panfletario antisemita, cuando ya aparecían en la pantalla los créditos del final, y la célebre emisión de 1978 en la que el espantoso cuentista Bukowsky, luego de ingurgitar tres botellas de vino blanco ante las cámaras, comenzó a eructar y a delirar e intentó finalmente tocar los muslos de una señora (la que, magnífica, exclamó:

"Oh, ça, cest le pompon!').

El programa comprendía,a la literatura y el arte, a la filosofía y a la historia, a la política y a la ciencia, pero tenía un sesgo sobre todo literario. El género que más se promovió en él fue la novela. A tal extremo que la explicación que dio Pivot, el año pasado, para suprimir Apostrophes fue simplemente que ya estaba harto de leer ese torrente de novelas que disparaba contra él la actualidad editorial.

Porque Bernard Pivot leía todos los libros que aparecían en su programa. En una divertida entrevista con el historiador Pierre Nora (Le métier de lire, Gallimard, 1990), Pivot explica el estricto régimen a que debió someterse para cumplir este objetivo: renunciar al cine, al teatro, a la vida social, a los deportes -salvo un partido de tenis, los sábados por la mañana- y jornadas de lectura de 12 a 15 horas los siete días de la semana Lo cual significa entre 4000 y 5000 libros en 15 años, cifra que, según Etiemble, lee a lo largo de toda su vida un buen lector.

Que Pivot hablara de lo que sabía, que sus comentarios y preguntas estuvieran apoyados en un conocimiento directo de los libros, contribuyó sin duda al éxito de Apostrophes. Había allí alguien responsable, cuyas opiniones, acertadas o no, partían siempre de un esfuerzo personal por entender lo que el autor había querido hacer. Pero acaso fue un factor aún más decisivo la invencible sencillez de la persona, su falta total de arrogancia, afectación y frivolidad.

Dos son los escollos que suelen hacer zozobrar a los programas culturales: aburrir o intimidar a los espectadores. El misterioso talento de Pivot consistía en dotar de una apariencia benigna, accesible, cotidiana, a los temas de la cultura -incluso a los enrevesados- sin por ello traicionarlos. Como ocurre con el Centro Pompidou, cuya desarbolada fealdad es uno de los secretos de su éxito, pues las gentes comunes no se sienten allí en "un museo" - un lugar donde hay que guardar la compostura y fingir espiritualidad, como en misa -, sino en algo tan vulgar y cálido como un estadio o una sala de fiestas de extramuros, la manera clara, amena y bonachona de Pivot se las arreglaba para hacer sentir a su público que las elucubraciones del filósofo Jankélevitch sobre el conocimiento o los sutiles análisis de Steiner sobre la tragedia griega les concernían íntimamente, y, además de entretenidos, eran temas de urgente actualidad. Creo que, en los 15 años que duró, ningún viernes que me tocó estar en París dejé de ver Apostrophes y muchas veces, como su espectador prototipo, salí a comprar alguno de los libros reseñados, por el desasosiego en torno a él que el programa había conseguido contagiarme.

El poder que todo esto dio a Pivot y a su emisión fue enorme. Si hubiera sido mal usado - en provecho personal, para favorecer a un editor o a unos autores que no lo merecían - ello hubiera socavado el prestigio de Apostrophes. Pero también en esto Pivot fue cuidadoso, y hasta maniático, rehusando toda alianza, contrato, promiscuidad y hasta simple relación social susceptibles de ser malinterpretados. Sus escrúpulos llegaron a extremos casi cómicos, según le cuenta a Pierre Nora, al plantearse como dilema moral si debía seguir jugando tenis, los sábados, con un amigo de toda la vida que casualmente era también editor. Pero sus remilgos eran válidos: esos millones de telespectadores no le hubieran tenido la misma confianza si albergaban dudas sobre su independencia.

Aunque al terminar Apostrophes, el año pasado, toda Francia le rindió homenaje, en el curso de su trayectoria no se le ahorraron críticas, y no sólo por colegas envidiosos o autores resentidos. Algunas objeciones eran dignas de consideración, Las enumero. El programa daba una falsa buena conciencia cultural a su público, el que, con esa hora y cuarto de cada semana, se sentía eximido de más esfuerzo intelectual. Le daba, asimismo, una visión recortada y falaz, para la cual sentarse en el plató del programa determinaba quién era escritor y quién no lo era: los que no pasaban por esa falsa biblioteca de cartón piedra estaban condenados a las tinieblas, es decir, a que sus libros no rompieran nunca el reducido círculo del adicto o del especialista. De otro lado, ser mediático - tener buena presencia y desenvoltura ante la cámara - no tiene por qué coincidir con ser original y talentoso a la hora de escribir: a veces, las mediocridades destellan en la pequeña pantalla y los genios se marchitan frente a los reflectores. Apostrophes trastocaba el sistema de valores, enalteciendo o degradando a los autores en función de su imagen televisiva. Y, por último, es absurdo y peligroso que una persona, por solvente que sea, acumule la formidable autoridad de decidir qué lee y, sobre todo, qué deja de leer el gran público.

El detractor más ruidoso de Apostrophes fue Regis Debray, quien en 1982 lo acusó de ejercer un monopolio, actuar de manera arbitraria y constituir una dictadura cultural. Pero, años después, el ex guerrillero y asesor de Mitterrand pidió excusas públicas a Pivot y accedió a asistir al programa a discutir su libro Comète, ma comète.

Mi opinión al respecto es

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Copyright Mario Vargas Llosa, 1991. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1991.

Los viernes, milagro

Viene de la página anteriorque, aunque todas aquellas críticas tienen cierta consistencia, los beneficios de un programa como el de Pivot para la promoción de la cultura, y de los libros en especial, superan oceánicamente los perjuicios. Y más todavía: que si los libros se salvan del destino de marginalidad y catacumba que a mediano plazo se cierne sobre ellos, se deberá a operaciones semejantes a la de Bernard Pivot, a iniciativas que consigan romper las barreras de hierro que apartan a los libros del hombre común y muestran a éste -le muestren, no le digan ni le enseñen- que leer buenos libros es una aventura tan excitante como un partido de fútbol, y a las muchachas y muchachos que una gran novela o un ensayo profundo estimulan el cuerpo y el espíritu ni más ni menos que el más frenético concierto de rock.

No se trata de frivolizar ni banalizar la cultura, para que parezca divertida: ella lo es, pero las gentes no lo saben y cada día tienen menos ocasiones de enterarse. Se trata de tender puentes entre las grandes creaciones artísticas e intelectuales y esa masa de hombres y mujeres a la que la creciente especialización y la agresiva competencia de los productos masivos de comunicación y sus subproductos seudo o semiculturales separan cada vez más de aquéllas. No es fácil, pero lo ocurrido con Apostrophes prueba que es posible mostrar de una manera viva, persuasiva, a este gran público, que aquellas ideas, imágenes, fantasías, propuestas, escondidas en los libros, además de ayudarle a entender mejor la problemática realidad en que está inmerso, a medirse con ella, a organizar la vida, puede también suministrarle aquella intensidad emocional y esas dosis de placer sin las cuales la existencia es intolerable.

La educación, instrumento indispensable para que haya lectores, no es nunca suficiente para crear adictos, gustadores de libros. Porque la educación es siempre una imposición, un conocimiento obligado, y la lectura es básicamente un vicio, aunque tenga la apariencia de una práctica que merece el encomio social. Cuando el ciudadano común perciba que la relación entre los hombres y los libros no es nunca sana, que constituye un tráfico en el que comparecen inquietantes fantasmas, que en esa frecuentación se corren riesgos y se hacen a veces descubrimientos bochornosos sobre uno mismo y los otros, empezará a husmear con curiosidad las librerías.

Por eso hace tanta falta que algo, alguien, desde esos mismos medios masivos a los que el gran público acude - muy legítimamente, por lo demás - en busca de compensación y entretenimiento, huyendo de la rutina y la sordidez de cada día, lo induzca a buscar también de otra manera, en otra parte, esa otra vida que le hace falta para defenderse mejor, sufrir menos, poblar el vacío y colorear la grisura que lo rodea. En su inconspIcua y simpática manera, Bernard Pivot cumplió esa función admirablemente y ojalá muchos otros, en muchas partes, siguieran su ejemplo.

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