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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Jugar con fuego

LA EPIDEMIA de cólera que azota a más de una decena de países de Centro y Suramérica desde hace ahora un año contabiliza ya más de 300.000 afectados y 3.500 muertos, principalmente en Perú, país en el que tuvo su origen.No parece tolerable que a estas alturas del siglo se sigan produciendo, en las regiones más pobres del mundo, catástrofes fácilmente evitables, más propias de la Edad Media que de un tiempo en que, con medidas de higiene relativamente simples, pueden erradicarse las enfermedades microbianas del tipo que nos ocupa. Desgraciadamente siguen produciéndose, lo que no debe llevarnos a aceptar resignadamente la situación, bien al contrario.

Pero este caso tiene, además, connotaciones especiales. Los expertos sanitarios internacionales que lo han investigado concluyen que la epidemia se ha debido a la interrupción en la cloración del agua potable. Los responsables peruanos culpan, a su vez, a la Agencia de Protección Medioambiental de Estados Unidos, que, al parecer, ha difundido informes sobre los potenciales riesgos de cáncer derivados del consumo de agua clorada. Y esta información, probablemente mal evaluada y peor tratada, fue el pretexto, no sabemos si el único, para interrumpir precipitada e irreflexivamente la cloración del agua en la mayoría de los pozos que abastecen a Lima.

La desinfección del agua, mediante cloro u otros compuestos, ha sido uno de los mayores éxitos sanitarios del siglo, previniendo las infecciones masivas, mortíferas en las grandes aglomeraciones urbanas. El agua que brota directamente de un manantial de montaña es más pura y no tiene sabores extraños, pero para la mayoría de la población resulta inviable disfrutar el placer de beberla y debe conformarse con el agua que sale del grifo o de los pozos, después de un complicado recorrido que necesita de medidas especiales para evitar su contaminación bacteriana.

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Si la hipótesis expuesta se confirmara, estaríamos ante un caso que puede volver a suceder, con cierta frecuencia, en el futuro. Muchos países, de hecho la mayoría, permanecen al margen de los beneficios sociales y económicos que la ciencia comporta y, peor aún, de la base cultural y científica mínima que pueda permitirles hacer un uso racional de los conocimientos que otros producen.

Descubrir potenciales peligros en prácticas sanitarias o alimenticias en las sociedades desarrolladas e intentar conjurarlos no debe hacemos olvidar que en el resto del mundo la ausencia de esas prácticas puede producir males más grandes y más ciertos.

De ahí que el mundo desarrollado sea especialmente responsable en los casos de confusión inducida por acciones que son razonables si se entienden y manejan correctamente en un entorno de cultura científica, pero que pueden resultar catastróficas en otros entornos. Como es responsable también de no contribuir, en la medida en que es hoy posible, a que los países menos afortunados eleven, precisamente, su nivel cultural y educativo. En cuyo caso, por cierto, serían un poco menos desafortunados.

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