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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fosilizar

EL RECURSO de inconstitucionalidad presentado por el Gobierno contra 16 de los 21 artículos de la Ley de Filiaciones, aprobada el pasado mes de abril por el Parlamento catalán, ha suscitado una reacción unánime contraria en Cataluña. El recurso ha sido interpretado como un ataque frontal contra uno de los elementos de identidad fundamentales, como es el derecho civil -el otro es la lengua-, y también contra el Estado de las autonomías. Porque, de prosperar, todos los sistemas de derecho privado vigentes en Aragón, Navarra, Vizcaya, Guipúzcoa y Mallorca estarían igualmente condenados a permanecer como meros fósiles de una forma arqueológica de ordenación de las relaciones entre vivos.Escudarse en que la Ley de Filiaciones catalana invade las competencias legislativas del Estado, o argumentar que la cámara autonómica catalana carece de competencias para legislar más allá de la Compilación del Derecho Civil especial de Cataluña, llevada a cabo en 1960, en pleno franquismo, supone un intento arbitrista y tecnocrático de uniformización de la sociedad española, que ignora la Constitución y los estatutos de autonomía. En su artículo 149.8, la Constitución señala que, en materia de legislación civil, las competencias corresponden al Estado, pero añade que ello será "sin perjuicio de la conservación, modificación y desarrollo por parte de las comunidades autónomas de los derechos forales o especiales allí donde existan". El Estatuto catalán atribuye a la Generalitat competencias exclusivas sobre la conservación, modificación y desarrollo del derecho civil catalán. Es decir, que los parlamentos autónomos tienen potestad para desarrollar el derecho civil particular, y lo están haciendo al legislar, por ejemplo, sobre cooperativas y fundaciones.

Condenar el derecho civil catalán a la fosilización, impedirle su lógico desarrollo, acorde con la evolución de la sociedad actual, está fuera de lugar y de época. Y más cuando se ha demostrado que alguna de sus antiquísimas normas, como el régimen matrimonial, concuerda perfectamente con las nuevas tendencias de igualdad en el seno de una pareja. El propio franquismo no se atrevió a abolirlo: se vio forzado a aceptar su ordenación y compilación, pues ni en aquellos años era posible encorsetar el desarrollo de las relaciones privadas de una sociedad acostumbrada desde siglos a manejarse con un código propio.

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