¿Y la boina?
Está el personal alborotado con la gorra del presidente en Jerusalén. Ya no es tiempo de sombreros, y eso hace que cada sombrero sea un mensaje más importante que aquello que se dice un poco más abajo. Cubrirse la cabeza no es un acto en absoluto inocuo. De pequeños nos enseñan a temer las gorras de plato; aprendemos a reír con los sombreros agujereados de los payasos, y admiramos el brillo coriáceo de los cascos de bombero. Felipe debió añadir a sus dudas mentales las dudas supramentales del envoltorio de sus ideas. Temía la fotografia con la pequeña kipa que los judíos se colocan sobre la coronilla. Rebañando los restos de su antiimperialismo juvenil, el presidente debió pensar que la kipa no es más que la tapa del delco de la gran maquinaria sionista y, consciente de que el sombrero hace al hombre, seleccionó entre el baúl la pieza más idónea para su tocado de respeto.Ante un montón de sombreros y un espejo, hasta los presidentes se sienten desnudos. Lo imaginamos calzándose un flamante stetson de rey del petróleo tejano y rechazándolo por exceso de ostentación. El salacot colonial tampoco cuadraba con un país de suelo oriental pero de talante europeo. Dejó la gorra madrileña porque le convertía en un remedo de Pichi. Dudó un momento ante el capirote de penitente de su Sevilla natal, pero le sobrevino un ataque de agnosticismo juvenil. El sombrero cordobés y la montera taurina hubieran podido ser un bonito recurso promocional de la Expo. Y el casco de minero, y la peluca de Carrillo, y un embudo invertído en la cabeza. Hasta que apareció la famosa gorra socialdemócrata de Helmut Schmidt, la gorra de Alberti y de Barral y de los marineros del Egeo. Y fue así como el presidente perdió la oportunidad de lucir nuestra genuina y pluralista boina. Gloriosa boina esencial, que es nuestra aura y nuestra penitencia.
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