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Como a idiotas

Javier Marías

Se ha dicho muchas veces que los políticos del anterior régimen, ya perdido en la noche de los tiempos, trataban a los ciudadanos españoles como si fueran menores de edad (en la versión más suave de ese trato). Por no sé qué extraña suerte de perversión, los políticos actuales han llegado a un punto en el que tratan a los ciudadanos españoles como a idiotas, lo cual es seguramente más grave, ya que idiota se puede seguir siendo toda la vida si se acepta serlo, al contrario de lo que sucede con la minoría de edad, por mucho que la sociedad actual tienda a perpetuarse en el juvenilismo.Una de las diferencias entre un régimen dictatorial y uno democrático es que el segundo, al menos, se siente obligado a dar explicaciones de sus actos, de sus leyes, de sus decisiones. Aunque sólo sea por una mera cuestión de formas y para no irritar al electorado, intenta convencer además de promulgar. Esto requiere cierto esfuerzo: obliga a pensar, a razonar, a argumentar, si bien, cuando un partido gobierna con mayoría absoluta, los actos, las leyes y las decisiones acabarán indemnes y yendo a misa tanto si sus responsables convencen como si no. Pero al menos deben intentarlo.

Los políticos actuales ya no lo intentan, o digamos que sus escasos razonamientos van dirigidos a completos idiotas. Los que no lo son no suelen contestarles (como en los antiguos duelos, para discutir de veras hay que estar entre iguales), y los que aceptan ser tomados por tales acaban entrando en el juego y perdiendo, en vez de exigir a esos políticos que empiecen otra vez, con más argumento y ahínco. Nadie les dice: "Ese razonamiento es inadmisible, busquen ustedes otro, hagan el favor de, por lo menos, representar bien la comedia".

Hay una serie de salvoconductos que los políticos utilizan frecuentemente y que, en efecto, parecen servirles. Cuando los esgrime el presidente de la nación, o uno de sus acólitos ministeriales, o un miembro de la oposición, o un alcalde, o un presidente autonómico, o un concejal, o un policía espiritual -tanto da-, las bocas de la mayoría de los periodistas que suelen entrevistar a estos personajes en la televisión suelen quedar abiertas o cerradas, pero en todo caso mudas de asentimiento. Estos periodistas, dicho sea de paso, demuestran con ello ser muy malos en su oficio: hace años que no veo a ninguno decirle a un político cosas tan simples y educadas (y para las que no se necesita especial arrojo) como: "No ha contestado usted a mi pregunta"; o "Se está contradiciendo usted con lo que dijo antes o hace un año o antes de las últimas elecciones"; o "Explíquese mejor"; o "¿Cómo puede usted decir eso? Eso no es de recibo". Entre esos salvoconductos hay tres que en modo alguno son de recibo y que, sin embargo, se emplean continuamente. Pasan por moneda corriente cuando son moneda falsa.

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Primera moneda falsa: la llamada ley Corcuera se ha justificado en varias ocasiones aduciendo que "la sociedad la exige". Se puede llegar a entender que la sociedad exija mayor seguridad, o una lucha más eficaz contra el narcotráfico, lo cual no significa que exija que la seguridad se consiga o la lucha se libre con los métodos decididos por los señores gubernamentales (por muy electos que sean) y plasmados en esa abusiva y temible ley (también para cualquier ciudadano, inocente o no). Pero en todo caso la manifestación más visible de esa supuesta exigencia la constituyen los achulados paseos y rondas de grupos de vecinos dispuestos a tomarse la justicia indiscriminadamente y por su mano en diferentes puntos del país. Esos vecinos, en el momento en que apalean y expulsan a un individuo sin más pruebas que su propio dedo acusatorio y porque les da la gana o no quieren gitanos en su zona, son ya una banda de delincuentes que deberían ser detenidos o expulsados a su vez. El Gobierno, por el contrario, se ampara en ellos -insisto, en una banda de delincuentes- y los eleva a la categoría de "sociedad". "¿Ven ustedes?", parecen decir los representantes de la ley. "Es mejor que este trabajo lo hagamos nosotros". Ante lo que los idiotas completos asienten y los no idiotas deberían responder: "No, señor, ese trabajo no debe hacerlo nadie; hay que buscar otra fórmula y otro trabajo para lograr los resultados apetecidos". Es bien sabido, por otra parte, que en toda sociedad hay fragmentos enloquecidos o exasperados, y que incluso a veces es una sociedad entera la que pierde el juicio, como sucedió sin duda en la Alemania nazi. El hecho de que una sociedad pida o exija algo no es siempre, por tanto, razón suficiente para concedérselo. Las sociedades pueden volverse locas, pero los gobernantes no tienen ese mismo derecho, ni menos aún pueden valerse del desquiciamiento, momentáneo o no, de esa sociedad o de parte de ella para dar vía libre a sus propias "locuras menores". Que la sociedad exija o más bien parezca exigir algo a través de sus miembros más gritones y más matones no es un argumento, y esto, además, lo saben mejor que nadie los gobernantes socialistas, a quienes desde hace nueve años la sociedad les ha pedido muchas otras cosas más razonables sin que ellos quisieran darse por enterados.

Segunda moneda falsa: cuando un político aduce que algo de lo que ocurre o va a ocurrir en España sucede también "en los demás países democráticos", el silencio y la calma vuelven a reinar y el político a respirar tranquilo. Acaba de acallar a los idiotas con otro argumento para idiotas. En primer lugar, esa afirmación suele ser inexacta, irresponsable e incomprobable. No todos los países democráticos son iguales ni se sabe cómo funciona cada uno de ellos en distintos asuntos (hasta dentro de Estados Unidos las leyes varían según los Estados, y no en minucias: en unos, por ejemplo, hay pena de muerte y en otros no). Pero, aunque fuera así, aunque fuera cierto que leyes equivalentes a la ley Corcuera (por seguir con el caso) se dieran en todos los demás países democráticos, la respuesta podría ser: "Esos países pueden estar en el error y en la injusticia en ese aspecto. Que un error esté extendido no lo hace menos error, al contrario, lo hace más grave y obliga a ser aún más cuidadoso en su aplicación aquí, sobre todo si en esos países no ha dado resultado y, además de injusta y errónea, se ha demostrado ineficaz". Pero la invocación a "los demás países democráticos" es cada vez más común en boca de los políticos, tanto que empiezan a recordar al antiguo como Dios manda, o acaso es más bien a porque lo mando yo.

Tercera moneda falsa: cuando los políticos se ven globalmente criticados (como sucede en este artículo), cierran filas con un inaudito sprit de corps que nadie podría sospechar si atiende a las espumosas pullas que se suelen lanzar entre sí. E inmediatamente arguyen que esas descalificaciones globales son "ataques a la democracia". Por suerte, esta tercera moneda no causa tanta estupefacción ni da lugar a tanta mudez. Pero son muchos los periodistas que, con todo, retroceden, como pensando: "Tengamos cuidado, no vaya a ser que sea así". Lo que no he visto es a casi ningún periodista contestando algo también muy simple y para lo que tampoco se requiere demasiado coraje (que a nadie puede pedírsele, demasiado, quiero decir): "No, señor, no es un ataque al sistema, sino a la representación actual del sistema, a su encarnación hoy día, al insatisfactorio desempeño que hacen ustedes de sus funciones. Es más, se trata de una crítica personal que en modo alguno pone en tela de juicio el sistema democrático, sino que, por el contrario, intenta preservarlo de individuos como usted".

Nota aclaratoria final: este artículo es una crítica personal: los señores González, Corcuera, Guerra, Álvarez del Manzano, Rodríguez Ibarra, Matanzo, Mohedano -cuando menos ellos, sobre todo ellos en estos días- tendrán toda la razón del mundo si se les ocurre darse por aludidos.

Javier Marías es escritor.

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