El terco Shamir
EL GOBIERNO de Estados Unidos no debió sorprenderse al constatar la futilidad de sus esfuerzos por ayudar a Isaac Shamir a bajarse decorosamente del árbol al que se había encaramado para no asistir a la segunda fase del diálogo de paz con los árabes. Nadie conoce mejor a Shamir que su principal benefactor. Para Washington, la negativa israelí a asistir a la cita de ayer fue un desaire anunciado que, si bien aumenta la irritación hacia el Gobierno israelí, no entraña un epitafio al proceso de Madrid. Al contrario, EE UU confía en que las negociaciones que copatrocina con la Unión Soviética van a seguir adelante. Una prueba de ello fue el anuncio simultáneo en Washington y Moscú de que los promotores del proceso quieren poner en marcha la tercera fase -conversaciones multilaterales en un amplio marco internacional- en la capital soviética a finales de enero.A primera vista resulta ingenuo pensar en que el desplante israelí (basado esencialmente en consideraciones de política interior: Shamir trata de demostrar a la oposición que él no acepta órdenes de nadie) va a descarrilar el proceso de paz. Esencialmente, la actitud israelí, así como las repercusiones que inevitablemente ha provocado en el campo árabe, no hacen sino recordar cuán largo y tortuoso sigue siendo el camino hacia la paz en Oriente Próximo y cuán engañosos pueden resultar los discursos.
James Baker, secretario de Estado norteamericano, acuñó la expresión "construir confianza". Tanto árabes como israelíes la han adoptado para sus propios fines. Los israelíes quieren que las conversaciones bilaterales se desarrollen en Oriente Próximo, ya que encubren el anhelo de ver algún día delegaciones árabes en Israel, un paso de enorme simbolismo en la campaña judía por obtener el reconocimiento de sus vecinos, tal como lo hizo Anuar el Sadat en vísperas de los tratados de Camp David. Eso, dicen, sería una demostración de confianza.
Desde el punto de vista árabe, el primer paso tiene que darlo Israel paralizando la construcción de asentamientos en Gaza y Cisjordania, suprimiendo la represión del alzamiento palestino en los territorios ocupados y demostrando voluntad política para hablar de un gradual proceso de reconocimiento a los derechos palestinos y a la legalidad internacional. Ahí están las resoluciones de la ONU que abogan en favor de la fórmula "paz a cambio de territorios". Los árabes no sólo quieren demostraciones de confianza de parte israelí, gestos que desde ya parecen impensables a la luz de las reiteradas advertencias de Shamir de que el Estado de Israel jamás cederá un centímetro de territorio capturado por la fuerza desde 1967. Siria, en particular, quiere ejemplos tangibles de que, si realmente el nuevo orden de Bush descansa sobre resoluciones adoptadas por la ONU, debe existir el mismo grado de energía y solidaridad internacional como el que los llevó a alinearse con EE UU en la guerra contra Irak.
Cualquiera que sea el acuerdo que se logre en Washington -si a algún acuerdo se llega-, el Gobierno norteamericano seguramente insistirá en lo que Baker ha comentado desde el comienzo: las negociaciones van a ser arduas, pero por ningún motivo deben prolongarse indefinidamente. El estancamiento es desestabilizador, y un fracaso entrañaría, además, un insolente reto a la nueva doctrina unipolar del presidente Bush.
Los protagonistas del conflicto árabe-israelí, así como los promotores del histórico diálogo iniciado en Madrid, saben que la situación demanda, sobre todo, flexibilidad. Lo malo es que la tolerancia es todo menos una virtud de Shamir. Norteamericanos, árabes e israelíes saben íntimamente que nada puede resultar más contraproducente que seguir pidiendo paciencia a los palestinos que dejaron las armas y las piedras para apostar por una paz que se perfila lejana.
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