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Él

Algunas veces uno se encuentra en la cola de un mostrador, justo en este momento fronterizo en que un simple intercambio de un papel puede hacernos un poco más felices. De pronto intuimos que algo se demora. El amable funcionario se ha que dado extasiado frente a la pantalla de su ordenador y se ha ido encor vando como un homo sapiens ante su primera duda. Llama a sus veci nos y se hablan en silencio junto a la negrura telemática. A todo esto, la cola se ha alargado, pero la noticia corre de boca en boca: el ordenador, que no funciona. Y una tenue com prensión se desparrama por la clien tela. Al fin y al cabo, al ordenador se le perdona lo que nunca se le perdo naría a la persona. Es una voluntad superior que marca el tiempo y las decepciones. Lo sabemos desde hace unos cuantos años, cuando empeza mos a sumergimos en la pantalla y alguien nos dijo que, de ahora en adelante, pensar sería adaptarse a la máquina. Es imperfecto, pero leal. Cuando falla, siempre es a favor de su dueño, y, cuando el cliente o el ad ministrado protesta, se le señala la máquina como diciendo: entiéndase las usted con ella. La nómina equivocada; la reclamación desatendida, el flagrante delito interrumpido por los alegres muchachos de Corcuera derrumbando una puerta equivoca da, todo son fallos atribuibles al ordenador, ese saboteador de las mejores intenciones, algo que siempre cubre a alguien. La especie inventa co sas para liberarse y se encadena a máquinas torponas. A veces sentimos nostalgia por aquella Administración que olía a chorizo y caliqueño y aquel funcionario en forma de gabán en el perchero que nunca po día atendernos a pesar de estar en la casa. Ahora entendemos la hermenéutica del ordenador. Teníamos problemas y él tenía que solucionár noslos. Continuamos con los proble m s, pero él nos libra de dar la cara. Él. Siempre él.

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