Las tribulaciones de Bush con China
George Bush parece estar en días de vacas flacas. Agobiado por la situación económica y por las críticas internas, el presidente norteamericano tampoco ha conseguido avances sustanciosos en una de las apuestas más audaces de su política exterior: las relaciones con China. Después del viaje de tres días del secretario de Estado, James Baker, a Pekín, la Administración no ha arrancado concesiones suficientes de las autoridades chinas como para convencer al Congreso de que la única potencia comunista de la actualidad merece el trato de nación más favorecida.James Baker corrigió ligeramente el deterioro de las relaciones con Pekín gracias al compromiso logrado de sus interlocutores de firmar antes de abril próximo el Tratado de No Proliferación Nuclear -China es la única potencia nuclear no signataria de ese acuerdo-, pero fracasó en su intento de modificar la política de ese país en relación con los derechos humanos.
China es una de la obsesiones personales de la política exterior de Bush desde los tiempos en los que fue embajador en aquel país. El presidente norteamericano siempre ha sostenido que, pese a su sistema político, era preferible contribuir a la estabilidad de China que a propiciar su aislamiento.
Un pragmático convencido como es Bush no encuentra ninguna contradicción entre buscar el diálogo con Pekín, pese a los abusos contra los derechos humanos, y al mismo tiempo cerrar todas las puertas al entendimiento con Cuba, donde no se conocen vilaciones similares a las cometidas en el gran país de Asia. China, por su calidad de miembro permanente del Consejo de Seguridad y de potencia mundial, es para Bush una cuestión de Estado. China es, probablemente, el único sistema comunista del mundo que Bush -primero en la CIA, después en la vicepresidencia y ahora en la Casa Blanca- nunca se ha propuesto derribar.
Por esa política Bush ha tenido que pagar el precio de un constante enfrentamiento con la mayoría demócrata en el Congreso, que opina que la Administración tiene que ser más beligerante contra el régimen de Pekín.
La matanza de Tiananmen, desde luego, congeló el acerca miento entre los dos países. La imagen de los tanques atacando a civiles desarmados eran dema siado elocuentes como para que Bush pudiera insistir en su políti ca de amistad con China. Pero aquello ocurrió en 1989, y desde entonces Bush no ha ce jado en buscar el camino para normalizar las relaciones. A las pocas semanas de la matanza, el presidente envió a Pekín a su jefe de Gabinete, Brent Scowcroft, en misión secreta. El mismo Scowcroft volvería en diciembre de 1989, ya en viaje semioficial. El ministro chino de Asuntos Exteriores, Qian Qichen, visitó Washington justo un año después. En julio pasado fueron trasladados a Pekín varios subsecretarios de Estado para comprobar si la actitud de los dirigentes chinos merecía una conversación al más alto nivel.
El resultado de ese sondeo fue negativo. Pero, pese a todo, Bush accedió a las presiones del Gobierno chino para que James Baker viajase a aquel país. El secretario de Estado llegó el viernes pasado, dos semanas después de haber conseguido sentar a la mesa a árabes e israelíes, con la aureola de ser el mejor negociador de la Administración.
Normalización condicionada
Durante 18 horas de conversaciones, James Baker trató de convencer a sus interlocutores -el presidente, Yang Shangkun;el primer ministro, Li Peng, y el Eder del partido comunista, Jiang Zemin- de que las relaciones entre China y Estados Unidos no podrían normalizarse si el Gobierno de Pekín no hacia concesiones significativas en el tema de los derechos humanos, particularmente en cuanto a la situación de los 800 detenidos tras los sucesos de Tiananmen.
Baker llevó incluso una carta personal de Bush para el anciano líder Deng Xiaoping en la que se insistía en estos mismos argumentos, pero Baker no fue capaz de averiguar siquiera si Deng Xiaoping sigue todavía rigiendo los destinos de China o ha sido ya sustituido por los dirigentes que ocupan formalmente los principales cargos.
Baker volvió el domingo a Washington tan sólo con la promesa de que las autoridades chinas identificarán a los detenidos para saber quiénes han sido ya sometidos a juicio, quiénes esperan procesamiento y de quiénes no se puede suministrar ninguna información. Eso es todo lo que consiguió el secretario de Estado en el asunto capital de los derechos humanos.
En estas condiciones, el portavoz de la Casa Blanca, Marlin Fitzwater, tuvo que admitir el lunes que el presidente se encontíúba "decepcionado" por la actitud de los gobernantes chinos.
La primera consecuencia de esta decepción es que Bush estará poco motivado ahora para defender ante el Congreso el estatuto de nación más favorecida para China. Eso podría privar a ese país de 5.000 millones de dólares de exportaciones anuales.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.