José Caballero
Se me ocurrió anoche remontarme hasta el cielo, visitar la sacristía del Señor para preguntarle por la edad de los camaleones, que yo sé que se remonta a miles de miles de años, que ellos son él símbolo de la antigüedad de los fenicios. Yo los amo desde niño, desde que los tenía fijos, entre las ramas de una higuera de mi jardín fumando del tabaco que yo les daba, agarrando el cigarrillo con sus extrañas y picudas manos, aguantando el humo en su inflada garganta. ¡Oh los camaleones, bellos, raros, silenciosos camaleones de la grande y profunda higuera de mi jardín en la calle de Santo Domingo!Voy pensando en los camaleones silenciosos fumadores cuando me dirijo por la carretera de Sevilla a Huelva para presenciar en su puerto la partida de las tres carabelas, reproducción exacta de las históricas naves que condujeron a Cristóbal Colón a las tierras que luego se llamarían América. Descubrimiento que no debería ser polémico, pues se trata de una de las hazañas más luminosas y notables de la humanidad, pero que no justifica para nada la barbarie y el abuso exterminador al que luego se llegó en muchos momentos durante la colonización.
Huelva es la patria de dos grandes artistas, grandes amigos míos, insignes pintores: Daniel Vázquez Díaz, que fue mi notorio maestro en la pintura, autor, como es sabido, de la historia plástica de Colón dejada sobre los muros del monasterio de la Rábida, y el extraordinario dibujante José Caballero, que yo siempre recuerdo con enorme cariño, que reflejé en un largo poema del que transcribo ahora algunos versos: "Relieves planetarios, / superficies lejanas / sólo vistas por ti, / aradas solamente por tu mano / con sus campos y ríos / que no sabemos, cráteres y ojos. / Pintura repujada, giradora, platos / y mundos voladores ardiendo de escrituras / en negro puro, / en grises plateados, en azules metálicos y tierras achicharradas, rojos violentos, / minas de acero y de carbón y oro / y blancos naturales / de un andaluz febril y vagabundo / por espacios perdidos... Y además de otras cosas".
A Pepe le conocí como jovencísimo escenógrafo de la compañía de teatro popular La Barraca, que dirigía Federico García Lorca, y con el que recorrió diversos pueblos y ciudades españoles. Se encontraban los dos en Santander cuando un toro, Granadino, mató a nuestro inolvidable Ignacio Sánchez Mejías, contra el estribo de la barrera, en Manzanares del Real. Era un muchacho extraordinariamente bien dotado para la pintura, con un gran sentido de la escenografia teatral. Alto, moreno, de gran presencia física. Fue durante toda su vida un trabajador admirable, casi ejemplar, siempre rodeado de perros por los que sentía, como yo, un desmesurado amor. De entre ellos recuerdo al agitado Nono, con el que vivía plenamente unido en su casa de Alcalá de Henares, casa verdaderamente saludable y poética, a orillas del río Henares, alternando su estancia allí con su finca malagueña de Marbella.
El Nono, ciego ya en sus últimos días, lo acompañaba en todo momento; Pepe era ahora su lazarillo, jugando con él sobre el césped de su cuidado jardín. A este perro, fiel, leal y alborotado, yo le escribí un poema que emocionó mucho a su dueño: "Nono, tú no estás ciego. / Tú ladras a los bellos paisajes / que no te ven. Adviertes / a la flores, a las nubes, a los pájaros, / al agua del estanque, / a la mesa tranquila en que tu amo / pinta, dibuja... / Tu ladrido está en todo. / Es tu mirada, Nono, / porque tú no estás ciego".
Desde hacía años, Pepe sufría una grave enfermedad que iba minando sus cuerdas vocales hasta hacerle casi imposible la palabra. Él, que había sido un gran conversador, sufría mucho viendo cómo cada vez le era más difícil hablar. Aun así, cuando iba a verlo se esforzaba por estar alegre, por expresarse con la palabra, y logró hacerlo ayudado de un aparato que le permitía, con dificultad, participar en la conversación de la manera más animada. Pepe era un ser de una gran ternura, sonriente, conversador, muy amante de su patria onubense que con tanta pasión dibujó, llevándola a sus Cuadernos de Huelva, en los que yo puse mi palabra. Además de excelente pintor y dibujante, era un interesante escritor, lleno de la ligereza y gracia de su tierra andaluza.
A su lado, desde los tiempos de su juventud, estuvo siempre su gran amor: María Fernanda, colaboradora incansable e inspiradora suya constante, que no se separó de él ni un solo momento durante su larga enfermedad, ayudándole a vivir, cerrándole los ojos en el último instante. Su última gran exposición, proyectada con tanta ilusión, nunca llegó a realizarse por una serie de injustos y absurdos impedimentos políticos, que precipitaron su desánimo para seguir viviendo.
Desde Huelva me invitaron a visitar Moguer, cuna de otra gloria, pero ésta de la poesía: Juan Ramón Jiménez, maestro excelso de algunos poetas de la generación del 27. Allí conocí su casa, que me produjo una intensa emoción; en ésta se contaba su vida, la historia de sus muebles, su cama, sus ordenadas mesas y sillas, sus trajes y sus libros, entre los que encontré alguno mío dedicado a él. Y también la cuadra, en donde pasaba sus noches Platero, el burrillo mágico que dio origen a uno de los libros de más bella prosa de la poesía andaluza, esa que Rubén Darío elogió tanto, descubriendo una tristeza honda, personal, sobre la que escribió un delicado y precioso ensayo. La verdad es que la prosa salida de Andalucía de la voz de Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y García Lorca no puede ser más temblorosa y personal, más ensalzada, la más original de la poesía española.
A mi vuelta de Huelva, camino de El Puerto de Santa María, creí distinguir cruzando la carretera un lento camaleón que me miró tristemente, mientras me pareció que me guiñaba misteriosamente uno de sus triangulares y bellos ojos.
Copyright Rafael Alberti.
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