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El humo ecléctico de Celtas Cortos

El grupo triunfa reviviendo música tradicional

Diego A. Manrique

Celtas Cortos llevan 200.000 copias vendidas de sus tres elepés. En un año desastroso para los grupos nacionales, han tenido 120 conciertos. Lo extraordinario es que el grupo de Valladolid apenas está presente en los grandes medios de difusión, donde se desconfía tanto de su falta de imagen como de su aparente anacronismo musical: revivir la música tradicional.

Celtas Cortos son hijos del animoso monstruo de Frankenstein que resultó de injertar instrumentos eléctricos en estructuras ancestrales, experimento protagonizado por los franceses Gwendal o, más cerca, la Companyia Eléctrica Dharma e Iceberg. Estos músicos vallisoletanos se organizan según el modelo de la autogestión y se benefician de su falta de pretensiones, una insólita energía en los directos y un lenguaje callejero que les gana el beneplácito de esos sectores de la sociedad española que han adquirido una agresiva desconfianza ante el poder y las instituciones. Los intentos de buscarles una filiciación política resultan inútiles: Reconocen haber participado en las concentraciones castellanistas de Villalar y que se desencantaron tras el referéndum sobre la OTAN, aunque todavía tocan para organizaciones ecologistas o pacifistas. También es difícil establecer la génesis del grupo: "llevamos cinco años, o tal vez sean seis. Venimos de conjuntos folclóricos, del jazz, del rock... Hemos animado carnavales, tocamos en la calle para ganar unas pesetas, conocemos los escenarios de los bares más diminutos. Al principio, nuestros padres decían que estudiáramos, que estábamos haciendo el canelo. Ahora, alardean de nosotros. El vecino que antes protestaba por el ruido de los ensayos ahora nos abre la puerta ¡con reverencia!".

Afición local

Están entre 21 y 30 años. Entre los mayores hay funcionarios en excedencia de los ministerios de Economía o Educación; los más jóvenes no conservan más recuerdos laborales que la aventura de Celtas Cortos. Una agrupación que desde sus inicios contó con el respaldo de la aficción local, que acudió a su debú en Madrid en cuatro autobuses. Su primer elepé era instrumental. En Gente impresentable (1990) ya aparecían piezas cantadas que les ganaron a ese público que se identifica con las historias contra la mili y el imperialismo norteamericano o las crónicas de pintorescos episodios. Para el tercer elepé, Cuéntame un cuento, han seguido el método hippy de retirarse al campo: "Quince días en Abioncillo de Calatañazor, un pueblo de Soria que han recuperado unos chavales. Venían excursiones de colegios y los críos se quedaban alucinados de vernos ensayar en el salón del ayuntamiento".

No tienen incoveniente en reconocer su deuda con la música progresiva: menos puristas que Pogues o la Oyster Band, sus conciertos incluyen hasta un tímido solo de batería. También hay mímica y poses heroicas de los Clash. "Vamos perdiendo la vergüenza, tenemos la seguridad de que hacemos lo correcto. Cuando empezamos a cantar, algunos amigos decían que era un desastre. Bueno, ya no nos cortamos para nada: entre una polka y una jiga irlandesa, metemos una jota castellana, un vals, un reggae o ráfaga de salsa. No hay límites para la música: lo ha demostrado Paul Simon. Hemos intentado meter flamenco y no nos sale, pero ya veremos..."

El pasado viernes, la presentación de Cuéntame un cuento en un polideportivo de Valladolid fue una auténtica celebración, con una multitud que soportó una hora de retraso. Una basca tumultuosa que casi tapaba la música y que no dejó de bailar y jalearlos hasta en las piezas más simplonas. Ya son un fenómeno imposible de ignorar. "Imaginamos que conectamos con personas que se sienten desengañadas, que tienen un descontento general. Se ha visto en Cáceres: la gente sólo necesita una provocación para armar un bollo".

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