Pálidos jinetes
Se quejan las peripatéticas que deambulan por las trastiendas de la Gran Vía de la feroz competencia de la Policía Montada Municipal. Los presuntos clientes que van al ojeo por Desengaño, Ballesta o la Montera, obnubilados por la prestancia de estos centauros de la ley y el orden, huyen a la desbandada dejando a las daifas compuestas y sin negocio.Ellas están en su terreno, lo conquistaron hace más de tres siglos, quizá cuando reinaba en la zona don Jacobo de Gratis, un casanova modenés que tras una larga trayectoria de crápula y putero por estos andurriales buscó la redención, y aun la santidad, a edad provecta, cuando las fuerzas le fallaron, y empleó los caudales que habían sobrevivido a su despilfarro en fundar conventos de monjas, oratorios y cofradías penitenciales. Él es el Caballero de Gracia, que pone letra a la zarzuela y nombre a la estrecha calle oculta tras el biombo de los edificios de la Gran Vía, junto a la Red de San Luis. La vecina calle de Jardines se llama así por los del palacio del gracioso modenés y la del Desengaño, dice la leyenda, tomó su denominación de un lance en el que don Jacobo salió desairado y desarmado a manos de una mujer.
La Policía Montada Municipal, que no tiene por qué saber de estas historias, no inquieta demasiado a los yonquis de la zona; ellos montan un caballo mucho más peligroso, y embridarlo cada día es su única obsesión. Entre el mono y el sida, los toxicómanos no pierden el tiempo leyendo los bandos del alcalde ni se preocupan por las multas. Se pincharían a las mismas puertas del Ayuntamiento si alguien les ofreciera el material y la ocasión. Además, tal y como están las cosas, la Policía Montada puede venirles al pelo para protegerles de los ciudadanos decentes, que han descubierto el más potente de los alucinógenos en la ley de Lynch y segregan adrenalina en cuanto perciben en su horizonte a una presunta víctima.
Hoy son los yonquis y los camellos los que se arriesgan al cruzar una Gran Vía tomada por patrulleros en potencia. Como precaución suplementaria, dado que tales justicieros no suelen afinar demasiado en sus matizaciones, no conviene que se dejen ver mucho por la zona negros, moros, gitanos, hindúes y orientales en general. No es racismo, ni mucho menos; es que los patrulleros prefieren pasarse a quedarse cortos en su defensa de la seguridad y de las buenas costumbres. Tampoco son xenófobos, ni siquiera saben lo que significa eso, pero no les gustan los extranjeros, especialmente los turistas pobres de larga melena y vaqueros desflecados. Y no es que tengan nada contra los pobres, simplemente no les gusta verles haraganeando por ahí, arriesgándose a ser confundidos con toxicómanos que mendigan para conseguir su dosis; confusión a la que también se prestan los alchólicos, y está clarísimo que los patrulleros no tienen nada contra el alcohol, les gusta el alcohol, les sirve para darse ánimos y salir a cumplir con su deber.
Aunque el ministro Corcuera, intelectual riguroso, repruebe sinceramente la actitud de los vengadores justicieros, no puede negar que le han venido de perillas para defender su nueva Ley de Seguridad Ciudadana. Con ella en marcha no sería necesario que tanto honrado padre de familia y tanto joven trabajador hagan horas extraordinarias como vigilantes. La nueva ley sacará a las ratas de sus madrigueras y las encerrará en otras aún peores, donde quizá puedan redimirse haciéndoles pequeños servicios a los grandes capos de la droga. Hasta que llegue el gran día, la Policía Montada Municipal tiene orden de limpiar el centro de la urbe y enviar los desechos al extrarradio, pese a la oposición vecinal, que no quiere ni guetos ni vertederos que ensucien su desolado paisaje y contaminen más sus barrios.
Gitanos trashumantes
Los gitanos, eternos chivos expiatorios, que han perdido sus buenos y antiguos oficios trashumantes, están condenados a sobrevivir entre los residuos, sólidos y m orales, de una civilización que ya no les necesita, de una sociedad que les ignora.Un sabio patriarca de la comunidad gitana de Villaverde trataba de hacerse entender hace unos días ante las cámaras de Telemadrid. El periodista preguntaba sobre las drogas y el patriarca le contestaba pidiendo puestos y licencias de venta ambulante para los suyos; estaba respondiendo a la pregunta, pero el periodista no se daba cuenta. Si alguna vez el Ayuntamiento concede tales licencias, es de temer que lo haga abriendo un mercadillo modelo en Las Chimbambas, un nuevo gueto a las afueras, quizá a las puertas de sus chabolas para ahorrarles viajes al noble centro de la urbe, una zona que sólo han de ensuciar impunemente las ventosidades de los automóviles y la bosta de los équidos municipales. El implacable concejal Matanzo, que expulsó a golpes de látigo a los artesanos de la plaza de Santa Ana, jamás toleraría que tales mercaderes profanasen con sus inmundos tenderetes los atrios de su templo, los prados de su coto, las aceras de sus vastos dominios.
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