La independencia de Euskadi
Una década larga después de aprobada la Constitución democrática en España y el Estatuto de Autonomía en Euskadi, algunos tienen la agudeza política de compararnos con aquellos que acaban de iniciar una transición incierta. Estará el lector de acuerdo conmigo en que no parece que sea la independencia o la autodeterminación lo que nos preocupa ni a vascos, ni a catalanes, ni a españoles en general. Esto es válido hasta para aquellos que tienen más a flor de piel su sensibilidad nacionalista, que, por lo demás, se manifiesta cada día con matices más plurales. Ciñéndome al caso vasco, basta ver el botón de muestra de las encuestas de opinión más recientes para comprobar que los vascos situamos los problemas políticos del nacionalismo en los últimos lugares de la lista de nuestras preocupaciones. Sin embargo, algunos partidos y líderes políticos o de opinión tienen la habilidad y se empeñan en sorprendernos periódicamente con irresponsables y oportunistas manipulaciones de nuestra identidad colectiva o de las naturales propensiones utópicas de los ciudadanos, casi siempre más allá de los necesarios recordatorios del horizonte ideológico o las legítimas propuestas programáticas de cada cual.Los vascos saltamos a menudo después de que lo han hecho los catalanes, pero, eso sí, elevando el tono del no hay quién dé más. ¿A qué viene el síndrome báltico en Euskadi? Hay intelectualmente muy poco que decir respecto a la carencia de analogía histórica, política o económica que justifique una tal referencia, salvo la realizada por pescadores en río revuelto o sermones oscurantistas con ganas de chupar cámara. Se argumenta en última instancia que la sola existencia de un pueblo (?) y su voluntad nacional (?) bastan para fundamentar la demanda aquí y ahora, o sea, en Bermeo, por ejemplo. El síndrome vasco es nuestra endémica crisis de identidad, que repercute en un errático alejamiento entre el debate político y los problemas de la población, así como en un precario consenso que desorienta a la opinión pública al obligarla a tomar partido o a desandar lo andado en temas a los que es sensible, pero que no los tiene mayoritariamente por prioritarios.
Sólo un tercio de los vascos rechaza la identidad española, y son menos los que vienen demandando la independencia no se sabe muy bien de qué o de quién. ¿Se habrán parado a pensar el panorama resultante de un hipotético referéndum de independencia? Nos dividimos en partes iguales los que nos sentimos nacionalistas y los que no, existiendo un voto cruzado que oscila entre el 10% y el 40% en los distintos electorados; la inmensa mayoría reitera su demanda de consenso o acuerdo entre los partidos políticos para abordar y resolver los grandes problemas; y ya son seis de cada 10 los aburridos y desinteresados por la política, sobre todo entre los electorados de UA (75%) (!), PSOE y PNV.
Movimiento antisistema
Todo ello no sería problemático si no existiese un importante movimiento antisistema, que aglutina a uno de cada 10 vascos y está dispuesto a aprovechar lo que sea para intentar abrir brechas en la consolidación del proceso democrático. Los vascos rechazamos masivamente el terrorismo y no compartimos las supuestas razones de sus portavoces políticos. Sólo esa exigua y radicalizada minoría, que bebe diariamente en una subcultura de violencia, cree que está secuestrada militarmente la voluntad colectiva de los ciudadanos vascos.
Es cierto que hay insatisfacción legítima en determinados sectores democráticos por la lentitud y los vaivenes del desarrollo autonómico, pero la mayoría ve el autogobierno como un proceso positivo y abierto que, por lo demás, se enmarca en su optimista valoración de la transición política española, algo que llega a reconocer hasta la mitad del electorado de HB y que tiene poco que ver, por tanto, con la traumática experiencia de los ciudadanos de las repúblicas bálticas.
Por fin, se habla de reforma de la Constitución y del derecho de autodeterminación. De que aquélla no es intocable da cuenta el mismo texto constitucional en Sus previsiones de reforma. Los propios vascos, en su mayoría, y no hace mucho tiempo, la consideraban positiva (30%) o la menos mala posible (33%), situándose el rechazo, más o menos retórico, en una cuarta parte de la opinión pública, por lo que ni desde Euskadi parece oportuno revisar el pacto constitucional, aunque sean necesarios ciertos desarrollos. Respecto del derecho de autodeterminación, no contemplado como tal en su expresión jurídica ni en la Constitución ni en el Estatuto de Autonomía, caben formulaciones políticas como la aprobada hace un año por el Parlamento vasco con el respaldo mayoritario de una opinión pública más o menos sensibilizada, pero posibilista.
El que uno de cada cinco ciudadanos vascos no esté satisfecho con lo conseguido y no sepamos muy bien lo que quiere, aunque sí suframos el cómo lo quiere una parte de ellos, no puede ensombrecer el dificil horizonte de estabilidad y progreso alcanzado hasta la fecha. El crecimiento y el bienestar sí están entre nuestras principales preocupaciones y dependen de la capacidad de trabajo e ilusión de los agentes sociales y económicos. No parece lógico pedir solidaridad, sacrificios, inversión o gasto de energía ante un escenario que algunos políticos están dispuestos a cambiar cada día, aunque en realidad no sea más que un peligroso juego de decorados. Ya son sobrados los factores exógenos de incertidumbre para que, frívola e irresponsablemente, nos dediquemos a azuzar más divisiones internas o a guiñar el ojo a quienes nos perdonan la vida diariamente en una triste ceremonia política de oscurantismo. El coste político de tales veleidades puede ser grande, pero lo será mayor el económico y social en unas coordenadas que nos deberían obligar a mirar mucho más al Atlántico o al Mediterráneo que al Báltico o al Cáucaso, que tan poco tienen que ver con el rico pluralismo vasco.
F. J. Llera es profesor de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco y autor de Posfranquismo y fuerzas políticas en Euskadi.
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