Europa, Europa
CADA SEIS meses, a medida que se aproxima la fecha de celebración de la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Comunidad Europea, se replantean con fuerza las preguntas sobre el futuro de la construcción de Europa y sobre el ritmo del proceso. Es, en general, el momento de las lamentaciones por la incapacidad manifiesta de los constructores para ponerse de acuerdo sobre temas fundamentales (la política exterior y la de seguridad, especialmente) o para acordar coherentemente los pasos inmediatos. Es también la ocasión para invocar los problemas que ocasionan las diferentes tesis políticas sustentadas por cada país miembro y el hecho de que la construcción europea parece estarse cimentando a golpes, en torno a principios y sistemas con déficit democráticos.La cumbre que ha de celebrarse en Maastricht en diciembre no es excepción a la regla. Sólo que al catálogo de preocupaciones internas se añade ahora la erosión que han producido en la autoridad política de este gigante económico que es la CE varios acontecimientos periféricos: la crisis yugoslava, la de la URSS, la de Oriente Próximo, las cuestiones del desarme y, por encima de ellas, el conflicto de las nacionalidades y la presión de aquellos europeos que, no siendo miembros, se sienten con derecho a llamar a la puerta. Es decir, la sospecha de que la nueva Europa que surgirá se puede parecer poco a la que tenían en la mente los fundadores de la CE.
Igualmente, ocurre que, en el último año, se ha desplazado de forma clara el centro geoestratégico y económico de la CE hacia Alemania, la gran potencia del momento, y que ello ha hecho aflorar algunos desequilibrios latentes y diferencias de orientación en la aproximación a nuevos problemas políticos. Algunos afirman ya que el proyecto comunitario lanzado en el Tratado de Roma ha muerto.
Pero es un temor carente de fundamento. Lo que sí es seguro es que una Comunidad que empezó con seis, siguió con nueve y por ahora lleva 12 miembros, necesita reformas profundas para consolidar sus estructuras antes de abrirse a nuevos socios. Nadie lo duda. También necesita corrección urgente de las distorsiones producidas por 35 años de historia. El primer paso fue dado por la firma del Acta única en febrero de 1986 (estableciendo un principio de política exterior común, la posibilidad de toma de decisiones por mayoría y la apertura a la posterior ampliación). El siguiente debía ser la firma de un nuevo tratado el 10 de diciembre de 1991. ¿Conseguirán hacerlo los países miembros? Sería arriesgado afirmarlo.
De las dos partes que tiene el proyecto de tratado, la unión económica -preconizada por firmes defensores de la economía de mercado y de la que es objeto un conjunto de economías ya muy trabadono está planteando los graves problemas que se anunciaban hace apenas un año como provocadores de parálisis. Establecido el mercado único a partir de 1993, para 1997 la mayoría de los socios podrá sumarse a un sistema de banco central y moneda única siempre y cuando cumplan con ciertas condiciones de salud financiera. Pero una Europa a dos velocidades económicas -de hecho, no de derecho- parece inevitable por el momento.
En cuanto al proyecto de unión política, después del rechazo contundente del plan presentado por la presidencia holandesa (desarrollando uno previo de Luxemburgo), no parece practicable a corto plazo. En la base de las dificultades principales se encuentran dos temas: primero, la imposibilidad de acordar de forma unánime una política comunitaria exterior y de seguridad, hecho que se puso en evidencia en la crisis del Golfo y que persiste a pesar de los esfuerzos realizados en el caso yugoslavo.
En segundo lugar, el hecho de que la construcción y funcionamiento de la CE no están siendo suficientemente democráticos. En el seno de la CE se ha acuñado el término déficit democrático. El hecho de que, en 1993, el 65% de la legislación que se aplicará en España tenga origen comunitario plantea muy seriamente la cuestión de la legitimidad democrática. ¿Quién controla el poder normativo y financiero de la CE? Los paises con más arraigada tradición liberal, con el Reino Unido a la cabeza, se resisten a una dinámica de permanente cesión de soberanía a estructuras burocráticas no electivas.
Son dos dificultades que no se superan con facilidad. Y en su trasfondo se encuentra la pregunta principal: ¿qué clase de Europa unida pretenden establecer los Estados que la integran? ¿Una federación, una confederación o un sistema completamente nuevo y de menor compromiso?
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