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Tribuna
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De vez en cuando las ciudades se conmocionan con la llegada de algún divo del deporte o de la cultura y dicen: "Ha sido un éxito. Fueron 100.000 personas". Y el pobre desgraciado que no fue se siente como apeado del mundo. A nadie se le ocurre preguntar si la cosa valió la pena, si se aportó algo nuevo o si se generó otra emoción que no fuera la de las multitudes. También de vez en cuando alguien muere en los estadios y en los recitales, comprimido por la magia letal del espectáculo. Pero la pequeña tragedia de uno nunca empana el triunfo de convocatoria de tantísimos. Hemos invertido la lógica del conocimiento y poco a poco nos sentimos más confiados contemplando la cultura desde la perspectiva del empresario en vez de hacerlo desde el goce intransferible del espectador.Las cosas son buenas o malas en función del consenso que merecen. Lo otro, la sensibilidad añadida, el placer de lo creado, la admiración por el maestro, se reduce a mera liturgia de las masas. Si somos tantos miles a la misma hora y en el mismo sitio señal que estamos cerca de la verdad. Y los demás, poetas solitarios o melómanos de auriculares, viven fuera de la historia del arte.

En esta alienación de la cultura por parte de sus mercaderes se encuentra la clave de nuestra inseguridad respecto al mundo. La grandeza de las obras del hombre ya no es esa virtud intangible que sólo se puede ver con las lupas del tiempo. Ahora la grandeza es algo cuantificable, estadístico, una simple cuestión de localidades vendidas. Lo más sublime se explica en clave gregaria, y el afán por el maldito récord Guinness es más estimulante que una voz en las enciclopedias. Cada noche se registran masivas migraciones hacia extraños territorios estéticos para que nos cuenten y para poder contarlo. Éramos huérfanos y ahora somos noticia. Y el hombre se ha vuelto a quedar sin atributos.

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