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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Las palabras mentirosas

Mario Vargas Llosa

De México a Ecuador, la palabrota pendejo quiere decir tonto. Misteriosamente, al cruzar la frontera peruana se vuelve su opuesto. En el Perú, el pendejo es el vivo, el inescrupuloso audaz. En Colombia, en Venezuela, al cacaseno de provincias recién llegado a la capital al que le venden el metro o el palacio de gobierno llaman lo que en el Perú al ministro manolarga que se llena los bolsillos robando y no le ocurre nada. En Centroamérica, una pendejada es una despreciable estupidez; en el Perú, una deshonestidad que tiene éxito.La forma en que esa palabreja, originalmente empleada para designar el anodino velillo del pubis, se antropomorfizó y pasó a designar al bípedo completo no es algo que me quite el sueño. Pero sí me intriga sobremanera -no: me llena de pavor- esa misteriosa razón por la que en mi país los tontos (le otras partes resultan los vivos, y los vivos foráneos, los tontos. Pues la contrapartida de aquella metamorfosis es la que experimenta la palabra cojudo, apócope o reducción de cojonudo, que en tantas partes de España e Hispanoamérica sirve para designar -con grosería- a la persona o cosa formidable y excelente y, en el Perú, en cambio, al imbécil.

Esas mudanzas semánticas no son gratuitas, desde luego. Detrás y debajo de ellas, provocándolas y apuntalándolas, hay una idiosincrasia y una moral, y, para decirlo con pedantería, una Weltanschauvng. Podemos hablar de inversión de valores, craso maquiavelismo o de un pragmatismo pervertido que asfixia toda consideración, principio altruista o solidario y promueve en la vida social un darwinismo nietzcheano: el culto al superhombre que sabe salirse con la suya aplastando a los demás y el desprecio al ingenuo que, por respetuoso de la norma, está condenado a fracasar en lo que emprende.

Entre 1945 y 1948 gobernó el Perú un destacado jurista: el doctor José Luis Bustamante y Rivero. Escribía él mismo Sus discursos en un castellano castizo y elegante, era de una honradez escrupulosa y tenía la manía del respeto a la Constitución y a las leyes, a las que citaba, cada vez que abría la boca, para explicar lo que hacía o se debía hacer. La oposición lo bautizó: el cojurídico. Es decir, un idiota que cree que las leyes llenen importancia, que se han hecho para ser cumplidas. El infame apodo prendió rápidamente en el pueblo.

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Durante la campaña electoral para la presidencia, en 1990, una agencia especializada en encuestas de opinión me permitió asistir (del otro lado de un falso espejo) a una sesión en la que una señora diestra en estos menesteres auscultaba la opinión de 125 ciudadanos limeños sobre un candidato al que, en esos mismos momentos, se acusaba de tráficos con propiedades inmuebles. Sin una sola excepción, todos afirmaron que votarían por él. Y uno de ellos sintetizó el porqué con una frase exultante de admiración: "¡Es un gran pendejo, pues!".

Desde entonces he sentido la tentación de escribir, con el título de Diálogo del pendejo y el cojudo, una suerte de apólogo, a la manera de esos que escribían los filósofos del siglo de las luces, sosteniendo que las miserias de mi país no cesarán, y más bien seguirán aumentando, hasta que los peruanos recompongamos nuestra tabla de valores semánticos y dejemos de llamar vino al pan y pan al vino. O, dicho sin alegorías, degrademos al último lugar de la escuela de tipos humanos a ese admirado pendejo que hoy la preside y ascendamos de un solo envión, al primer lugar, al ridiculizado cojudo. Porque no son los pícaros audaces y simpatiquísimos que actúan como si estuvieran más allá del bien y del mal los que labran la grandeza de las naciones, sino esos aburridos personajes que conocen sus límites, diferencian lo que se debe y puede hacer de lo que no y son tan poco imaginativos que viven siempre dentro de la ley.

Lo que ocurre con las palabras pasa también con las instituciones, y eso no sólo en el Perú: es, por desgracia, un mal latinoamericano. En nuestros países, las ideas, las creencias, los sistemas que importamos a menudo experimentan mágicas sustituciones de sentido y de médula, aunque su apariencia prosiga incólume. Se siguen llamando lo mismo, pero en realidad se han vuelto antípodas de lo que dicen ser. El fenómeno es tan extendido y de consecuencias tan nefastas para la vida política, económica y cultural de América Latina, que sin exageración puede decirse que nuestro fracaso como naciones -nuestra pobreza y atraso en relación con América del Norte, Europa y, ahora, con buen número de países de Asia- se debe a esa terrible propensión nuestra a desnaturalizar lo que decimos y hacemos, empleando mal las palabras, corrompiendo las ideas y suplantando los contenidos de aquellas instituciones que regulan nuestra vida social, unas veces de manera sutil y otras abrupta y soez.

Nos emancipamos de España para ser libres, pero nuestra ineptitud para gobernarnos con algo de sentido común -para aprender del error según la fórmula de sir Karl Popper- y hacer las cosas de manera razonable nos empobreció tanto que nuestra adquirida libertad se volvió caricatura, una forma más sutil de servidumbre que nuestra antigua condición colonial. La libertad con pobreza (o, peor, con miseria) es tal vez posible en el caso de ciertos individuos fuera de lo común, personalidades ejemplares a quienes el desasimiento de lo material, la vida ascética, da una gran fortaleza de espíritu; pero, en el caso de una nación, la soberanía es un mito, una fórmula retórica desmentida brutalmente cada vez que sus intereses entran en colisión con los de las naciones poderosas. Como, luego de alcanzar la independencia, fuimos incapaces de darnos Gobiernos estables y democráticos, y nos dividimos y desangramos en luchas de facciones, nos quedamos pobres, y por tanto vulnerables, víctimas de invasiones., ocupaciones y despojos. Por eso perdimos muchas veces en la práctica esa libertad de la que se jactaban nuestros gobernantes y nuestras constituciones. Aunque no nos guste que así sea -y a mí no me gusta, desde luego-, lo cierto es que un país pobre y atrasado es precariamente libre. Pues en términos nacionales una cierta prosperidad y poderío es el requisito indispensable de la libertad.

En tanto que nuestro vecino del norte, luego de su independencia, se dio una Constitución -sencilla y breve- que hasta ahora le sirve para organizar el funcionamiento democrático de esa vasta sociedad que son los Estados Unidos, la proliferación de cartas magnas, leyes fundamentales o constituciones

Mario Vargas Llosa 1991. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a EL PAÍS, SA, 1991.

Las palabras mentirosas

en los países latinoamericanos sólo puede parangonarse con la hinchazón palabrera de esos mismos textos, cada uno de los cuales, por lo general, aventaja y enaniza al precedente en el número de capítulos y disposiciones. El pecado mortal de todos ellos es que nunca tuvieron mucho que ver con la realidad que los produjo; eran ficciones que no decían su nombre, así como muchas obras latinoamericanas del periodo indigenista y costumbrista que se llamaban novelas eran, en verdad, documentales sociológicos, compilaciones étnicas, arengas políticas o catastros geográficos sin mayor parentesco con la literatura.Enfrascarse en esas constituciones que, en la historia de Hispanoamérica, se suceden como las bengalas de un fuego de artificio es pasear por la irrealidad, entrar en contacto con un curioso híbrido: lo imaginario-forense, lo poético-legal. Su abundosa logomaquia prescribe -describe- repúblicas ejemplares, poderes independientes que se fiscalizan uno al otro, voluntades ciudadanas que se manifiestan a través del voto, comicios pulquérrimos, libertades garantizadas, tribunales probos y asequibles a todo el que sienta sus derechos vulnerados, propiedad privada inalienable, fuerzas armadas sometidas al poder civil, educación universal y gratuita, etcétera. Por lo común, nada de lo que aquellas cartas fundamentales disponían llegó a encarnarse en esos países reales que, a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, vivieron convulsionados por guerras civiles, motines, golpes de Estado, elecciones amañadas, el caciquismo y la dictadura militar.

De manera poco menos que axiomática, fueron los tiranos más sangrientos los que hicieron promulgar las constituciones más civiles y liberales, y los regímenes más oligárquicos los de cartas magnas más igualitarias. El desprecio por el contenido genuino de las palabras y las ideas, esa olímpica desvergüenza para divorciar lo que se dice de lo que se hace, son constantes latinoamericanos que han practicado por igual conservadores y progresistas. Y ello es evidente, sobre todo, en esas constituciones puntillosas y libérrimas que nunca fueron aplicadas; que no fueron concebidas para ser aplicadas, sino para estar allí, como bellos adornos y coartadas formales de los dueños del poder. Su parecido es grande con esos discursos de los dictadores, de cualquier signo, que, de Somoza a Fidel Castro, han chisporroteado siempre con ruidos que sonaban así: justicia y libertad.

Esa aptitud para desalmar a las palabras, desasociándolas de los actos y las cosas, desastrosa en la vida social y política, pues de ella resultan la confusión y la anarquía, tiene en cambio muy provechosas consecuencias en la literatura. Esa alquimia irresponsable en el uso del lenguaje se convierte, por ejemplo, en manos de un poeta como Vallejo, a la hora de Trilce, en suprema libertad, en audaz rebeldía contra el acartonamiento de las imágenes y las rutinas verbales de su tiempo, y, en el Neruda de Residencia en la tierra, en una profunda explotación de la subjetividad y el instinto, en una representación alucinante del deseo humano, dominio donde la incoherencia y los contrasentidos son inevitables. Y en un Nicanor Parra, que ha hecho del disparate semántico y gramatical una forma de genialidad artística, en un refinado método de creación poética.Un artista puede permitirse todas las suplantaciones que se le antojen a la hora de crear: ellas quedarán justificadas o invalidadas por el grado de consistencia y originalidad que alcance lo que crea. (El poeta simbolista peruano José María Eguren encontraba que la palabra nariz era horrible y la reemplazaba en sus poemas con nez. Escribía también barbaridades como tristura o celestia que, fuera de sus poemas, hacen chirriar los dientes; dentro de ellos, en cambio, suenan bien).

Pero en el discurso político la falta de propiedad es un signo inequívoco de incivilización. El babelismo que practicamos al elaborar nuestros idearios, explicar nuestras convicciones, intenciones y metas cívicas, dictar las leyes, justificar nuestras conductas y definir nuestras instituciones, hace que nuestra vida política y social -por lo menos la oficial- tenga mucho que ver con la ilusión y poco con la realidad. Esta censura es peligrosísima, por dos razones. La primera, porque, en una sociedad democrática, toda acción de reforma económica o institucional requiere apoyo popular, y este apoyo, para ser sólido y bien fundado, exige una comprensión cabal de aquello que está en juego, de la naturaleza y sentido de lo que se va a reformar y de la manera en que la reforma va a ser hecha. Si las palabras no expresan nítidamente lo que deben expresar, si no se funden y desaparecen hasta ser una misma realidad con la cosa o el acto que nombran o califican, si se las usa de manera ambigua o, peor aún, mentirosa, para pasar de contrabando algo diferente a lo que son y representan, un principio básico de la cultura democrática queda vulnerado: el famoso contrato social se vuelve estafa social. Y cuando el pueblo descubre que se le ha dado gato por liebre, que -engañado por el espejismo de las palabras- apoyó algo opuesto a lo que se le dijo que apoyaba -o rechazó algo distinto a lo que creyó que rechazaba- simplemente retira su respaldo y lo muda en rechazo frontal. Y en democracia no hay política que tenga éxito con la hostilidad activa de la población.

La segunda razón es que ella devalúa el lenguaje político hasta restarle credibilidad a la política misma y, por supuesto, a los políticos. Aquélla aparece, más y más, como una representación -en la acepción teatral del término- en la que lo que se dice y hace es una suerte de coreografía desconectada de la verdad y de la experiencia -los problemas que se viven, los sufrimientos que se padecen, las necesidades que claman por una solución-, en la que unos perse-najes más o menos locuaces e insinceros se ejercitan en el arte de embaucar a las gentes, diciendo cosas que no hacen.y haciendo cosas que no dicen.

Que aquello ocurra con las dictaduras no tiene nada de sorprendente. El arte de mentir les es constructivo, sobre todo en América Latina, donde, con la excepción tal vez de las dictaduras de Castro y de Pinochet -inspiradas en una cierta concepción ideológica no democrática que ellos reivindicaban como fuente de legitimidad-, todos los tiranuelos y dictadorzuelos que hemos padecido, no basaban su poder en creencia, filosofía o idea alguna, sólo en la fuerza, el apetito crudo de llegar al poder y perpetuarse en él para aprovecharlo hasta el hartazgo. Es natural que en las bocas de estos hombres fuertes -generalísimos, padres de la patria, benefactores, caudillos, etcétera- y en las de los letrados, polígrafos, leguleyos y rábulas a su servicio, el vocabulario político se prostituyera sin remedio y palabras como Iegalidad", "libertad", "democracia", "derecho", "orden", "equidad", "igualdad", adoptaran, desde la perspectiva del hombre común, las mismas jibas, bubas, excrecencias monstruosas y grotescas que adoptan las caras y, cuerpos de las personas en esas casetas de espejos defórmantes de los parques de atracciones.

Pero lo grave es que en nuestros periodos democráticos, cuando la vida política de nuestras naciones transcurría bajo Gobiernos nacidos de elecciones, ocurría también a menudo la misma desnaturalización del discurso político por obra de los políticos, (entendida esta expresión en su sentido más ancho: los que hacer política y los que hablan y, escriben sobre ella). Ésta es una poderosa tradición que gravita con mucha fuerza sobre nuestras sociedades y, por eso, no es fácil sacudirse de ella. Pero si no hacemos un esfuerzo titánico para conseguirlo y purgarnos nuestro lenguaje político de las infinitas impurezas, equívocos, paralogismos, contradicciones, mitos y trampas que lo tienen estragado, y no le devolvemos la propiedad sernzántica que nos permita entendenos sobre lo que queremos y hacemos, y averiguar lo que realmente nos acerca o nos distancia, corremos el riesgo, ahora que tantas cosas parecen haber cambiado para bien en America Latina -han caído las dictaduras militares y, con excepción de Cuba, todos nuestros Gobiernos son civiles y representativos lo más importante, hay un consenso en nuestros pueblos a favor del sistema democrático-, de fracasar una vez más en nuestra historia y de que el ideal de ser países modernos quede remitido de nuevo a las calendas griegas.

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