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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

John Gielgud y Harrison Ford salvan sus películas

Los directores Mike Nichols y Peter Greeneway decepcionaron

Ayer se proyectaron dos de los, sobre el papel, platos fuertes de esta Mostra: Los libros de Próspero, del británico Peter Greenaway, y Mirando a Henry, del norteamericano Mike Nichols. Los dos filmes son mediocres, pero tienen genio creador dentro de ellos: sus actores protagonistas, ambos situados muy por encima de sus respectivos directores.

Completó el día una película francesa, Día y noche, de la belga Chantal Ackerman, que una buena media hora alargada penosamente.Decía de sí mismo el gran pícaro Broderick Crawford en I vitelloni, de Fellini: "Estás ante un genio, muchacho. Soy capaz de vender neveras a los esquimales". Han pasado muchos años y este récord está más que superado. El cineasta británico Peter Greenaway es capaz de hacerles creer a los esquimales que las neveras son estufas.

Esto es lo que haciendo desde hace años. Y como en los jurados de los festivales de cine abundan los esquimales hay que anotar: posible premio para la nueva picardía del británico, que se supera a sí mismo en el arte de engañar con la cámara. Se titula su película Los libros de Próspero, y es una adaptación de Shakespeare, en concreto de su genial obra testamentaria La tempestad.

La picardía de Greenaway, su nueva añagaza como experto vendedor de mercancías averiadas, se basa en dos trucos: con uno, duplica e incluso triplica la pantalla, ofrece toda la representación de La tempestad en plano general y los planos de detalles en un recuadro o subpantalla situada en el centro de la imagen. Una originalidad que los laboratorios de vídeo hacen desde hace mucho tiempo y que Greenaway depreda y convierte en gloria propia, cuando no es ni gloria, ni por supuesto, suya. Se trata de un viejo invento que Greenaway emplea como camuflaje de su incapacidad, demostrada hasta la saciedad, para el montaje para la introducción de la cámara en el interior de los planos generales.

El segundo truco es más serio: consiste en poner todas las inmensas palabras de La tempestad en la voz del más inmenso actor shakesperiano que existe y sólo en ella. Suprime a los demás parlamentos, vuelve, mudos a los demás personajes y deja que Gielgud inunde con la música de Shakespeare la pantalla. Naturalmente, ésta estalla de genio: genio de Gielgud, no hace falta decirlo.

Batiburrillo

La película es un batiburrillo de seudo imágenes con frecuencia cursi, siempre amanerado y casi siempre deleznable: a los 10 minutos de proyección ya está vista toda. Listo donde los haya, Greenaway conoce sus límites y, en lugar de afrontarlos para así superarlos, los oculta detrás de una puesta en escena desordenada, frenética e ininteligible, y de esta manera hace creer al espectador boquiabierto que esos límites son, no de Greenaway, sino suyos propios: "Es demasiado profundo para mí".

Le había precedido un caso similar de director mediocre, el estadounidense Mike Nichols, al que el actor protagonista, el gran Harrison Ford, le saca las castañas del fuego y hace sostenible su insostenible peliculilla. Uno se Imagina la pantalla de Mirando a Henry sin la arrolladora fuerza de Ford -bien, muy bien apoyado por Annette Bening- y la sábana se queda en blanco: no hay película. Una vez más, un actor-creador convierte a su director en parásito.

La tercera película de la jornada es de la renombrada cineasta belga Chantal Ackerman. Cuenta una curiosa anécdota: la de una muchacha que se enamora al mismo tiempo de los dos conductores de un mismo taxi parisiense. Mientras uno hace el turno de día, ella fornica a destajo con el que hace el turno de noche; y cuando éste hace el turno de noche, ella se pasa todo el día fornicando con el otro. Enigma: ¿cuándo duerme la inagotable fornicadora? Luego averiguamos que en realidad no duerme nunca y entonces la película ya se ha acabado. Hay una frase que involuntariamente la define. Dice la hambrienta chica: -Ésta es una historia sin historia. Por eso no puede contarse". Exacto. Ackerman se empeña en contarla y, si la protagonista no duerme, el espectador ronca.

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