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Tribuna:EL MAPA DE ESPAÑA / 25 - CANARIAS / 1
Tribuna
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Luna de Miel en Tenerife

Foto: Cristina García Rodero

Yo nací en Castilla la Vieja. De niño, mis ojos se llenaron de parameras y trigales, (le cerros desnudos y de montes de roble y matorral. Aprendí a interpretar con la mirada la diferente figura que dejan los surcos en tierras arcillosas, o en calizas, o en campos de sílice y mucho pedregal. Ese era el país físico que abarcaban mis sentidos. A él se refiere en memoria más antigua, la primera y un tanto adusta lección de geografía que la península Ibérica me podía suministrar. Luego los años han ido aportando la cosecha de otros paisajes, y en ese paulatino descubrimiento de España, el territorio de las islas Canarias venía representado simbólicamente por un palmar y una torre de apartamentos. Trópicos, piscina y sol. Todo lo que yo conocía de las islas Canarias lo había visto en el escaparate de una agencia de viajes. No era raro que la propuesta económica ofreciera una semana en Canarias por el precio que uno paga cenando con unos amigos un sábado de buen apetito. Los trópicos son tristes, me decía la voz del antropólogo, y cargan con la humillación del dromedario paseando a los turistas. He tardado media vida en venir a las islas, pensé. Llegué a Tenerife por la noche, calculando que no podía esperar más. Junto a mí venía una parejita de novios en viaje de bodas.-¿De dónde sois?

-De Nájera.

Resultó que eran parientes de un conocido mío de Logroño. Se habían casado la tarde anterior. Charlaron alegremente y me precedieron enlazados de la mano por la escalerilla del avión. Sobre la pista del aeropuerto había luna llena. Los trópicos no son tristes, pensé. Todo depende de si uno viene en buena compañía, acompañado de su amor.

El puerto

A las siete de la mañana, en el puerto de Santa Cruz de Tenerife se abren las terrazas del bar Atlántico y del British Bar. Me instalé en el British Bar porque allí estaba el limpiabotas. Llegaba un aire suave de Levante, del mismo lado que el resplandor del amanecer sobre el mar. Descargaban contenedores de un barco, y mientras se despertaban los sonidos, las palmeras perdían su carácter mineral y nocturno. El secreto bienestar de la mañana era un café aromático y la prensa local. Frente al puerto de Santa Cruz de Tenerife, el almirante Nelson perdió una batalla y perdió el brazo derecho. El museo militar aún conserva el cañón que dejó manco al almirante. La ciudad tuvo el buen gusto de dedicarle una calle en la parte alta, calle del Almirante Horacio Nelson, dominando las Ramblas, un detalle que retrata bien las relaciones militares de otros enemigos y otros tiempos. Le pregunté al limpiabotas si sabía por qué aquel bar se llamaba el British Bar.

-¿Usted viene en viaje de turismo o en viaje de negocios?

-Las dos cosas.

-El bar se llama así por los turistas.

-¿Y para los hombres de negocios?

Se encogió de hombros.

-También pueden venir al British Bar.

El hombre volvió la mirada hacia la avenida lánguida de laureles y palmerones.

-Mucha gente viene a Tenerife en viaje de bodas -dije yo.

-Mucha gente.

El hombre me apartó el zapato izquierdo y alzó el derecho sobre la peana con gran delicadeza. Yo me quedé preguntando por qué los novios vienen a celebrar la noche de bodas sobre una isla que tiene un volcán.

En Santa Cruz, las Ramblas estaban sembradas con los pétalos de jacaranda y empezaban a florecer los flamboyanes. El diccionario al flamboyán le llama ceibo, pero no sé si el diccionario y, yo hablamos de la misma cosa, de modo que prefiero la evocación intensa y escarlata que despierta la palabra flamboyán. Salí de la ciudad y fui a Igueste de San Andrés. El pueblo se halla entre riscos, abocado al mar por un barranco entre dos crestas de acantilados. La playa es de guijarros de basalto de todos los tamaños, del tamaño de un Volkswagen y del tamaño de un huevo de perdiz. Igueste de San Andrés es un pueblo que probablemente no ha cambiado desde hace 40 años, indiferente al turismo, a los negocios y a las bodas peninsulares. Un paisano me enseñó el árbol que da los mangos, y el que da las papayas, y un mamey. Son terrazas humildes, a flanco de montaña. El cementerio de Igueste se encuentra al cabo de un largo camino de ladera, tortuoso aunque bien cimentado, por donde los difuntos sólo pueden ser llevados a hombros y, por decirlo de algún modo, en estricta fila india. ¿Por qué llevar a los muertos tan lejos y a lugar de acceso tan dificil? Sobre el cementerio se levanta un risco horadado de grutas alveoladas de donde se extrajeron momias guanches. Por encima de los tiempos y de las religiones, el lugar ha conservado su carácter sagrado. El risco se halla orientado de tal modo que recibe el sol poniente. La tierra conserva una memoria más larga que la memoria de los hombres, por eso los muertos siguen acudiendo al mismo lugar.

(¿Qué haría aquella mañana la parejita de Nájera? No madrugar, seguro, como un necio solitario como yo. En Tenerife se fraguan niños, se conciben primogénitos, y ésa es una actividad fatigosa, jadeante, que a breves intervalos necesita ser reasumida y que impide madrugar. Del cementerio de Igueste volví algo cabizbajo, por la idea del amor perdido y del amor ajeno, y por ver dónde ponía los pies).

Icod de los vinos

Al día siguiente recorrí una parte diferente de la isla. Matanza y Victoria son dos pueblos del norte de Tenerife cuyos nombres resumen por sí solos la historia de cualquier colonización. Visité el jardín botánico del Puerto de la Cruz. Llegué hasta Garachico. En Icod de los Vinos, la ciudad bien nombrada, se encuentra un drago milenario. Le atribuyen 3.000 años, aunque otras informaciones le regatean 500 sin que nada justifique esa pequeña mezquindad. El drago es un agave que puede alcanzar un tamaño gigantesco y que se abre en la copa como un pino parasol. En torno al drago de Icod se agrupaban los turistas, gente pacífica, sonriente, ancianos con expresión algo asombrada que giraban alrededor del viejo monstruo intentando averiguar el secreto de la longevidad. Dos recién casados contemplaban el prodigio cogidos por la cintura (no era mi parejita). Otros dos novios diferentes daban vueltas alrededor del tronco sin saber con certeza de qué lado le podrían fotografiar. El árbol posee la envergadura que uno atribuye a las especies extinguidas. Sin duda, el viejo drago aún respira. Aplicando la oreja se le oye resollar. Al atardecer llegué a Los Gigantes, donde los acantilados caen desde una altura inconcebible. En las rompientes el mar tenía la transparencia lechosa del pipermín frappé. El basalto era del color de las heces del vino. Descubrí un honrado restaurante que anunciaba "Hay muslos de pollo fresco", y allí me senté a cenar.

Naturalmente, otro día subí al Teide. Y otro día no salí del hotel (el limpiabotas del British Bar me echó de menos, ya se había acostumbrado a verme llegar a las siete de la mañana, pedir un café y la prensa y comentar la reseña de llegadas a puerto como si estuviera esperando un alijo o me fuera la vida en embarcar). ¿De dónde venía esa ansiedad? Tenerife es un paisaje en acción. La creación está en trance de realizarse. La geología es un proyecto. El volcán ha dejado los restos de la última vez que se ha desperezado, lava petrificada, valles que han sido ríos incandescentes,barrancos por donde el magma encontraba una salida hacia el mar. La ansiedad radicaba en el sentimiento de ese esfuerzo cercano y de otro esfuerzo inminente, creador, y en la conciencia de un calendario geológico que las edades del hombre no llegan a abarcar. Y en medio de tanta violencia, ¿dónde había ido a parar mi parejita de novios?

Vegetación dionisiaca

Los encontré en el jardín botánico del Puerto de la Cruz. Volví por recoger una imagen menos pétrea y más regeneradora. El jardín, sin duda, es excesivo, megalómano en cuanto a la ambición desmesurada que allí despliega el reino vegetal. Tomé nota de especies orgullosas, Ficus superba, y de otras directamente amenazadoras, Carens monstruosus, Melia floribunda. La vegetación de los trópicos tiene un carácter dionisiaco. Su virtud es genésica, y la exuberancia, cálida y húmeda, invita a procrear. Allí estaban mis novios, de la mano, muy pragmáticos, debajo del Pandanus utilis, como si hubieran concebido algún proyecto. Me pidieron que les hiciera una foto con su cámara. Se mostraban felices y cansados, él más que ella, ella más sonriente que él. La luna de miel parecía haber cumplido sus promesas.

-¿Volvéis a Nájera?

-Mañana.

Les devolví la cámara. Yo me quedé otro día. Cuando me fui de Tenerife, la luna llena empezaba a menguar.

Mañana Canarias y 2

El círculo de la Gran Canaria

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