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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Remedios Gil

LA INQUIETUD que suscitan algunos de los sucesos que se producen en torno a Jesús Gil y Gil no es tanto la de su personalidad corno el interés que despierta en una parte creciento de la opinión pública española. Todo lo que es hoy se lo debe a la elección: la presidencia del Atlético de Madrid, la alcaldía de Marbella y digamos que su puesto de presentador de programa en una emisora de televisión, donde se mantiene por su elevada audiencia. Gil se produce con grosería, a veces con provocación, comó en los episodios recientes del puerto de Marbella. Poco a poco, su lenguaje ha ido pasando de la broma o la comicidad propias de un personaje pintoresco a una seriedad en la que adopta posturas y frases de pensador: es de temer que él mismo crea serlo y que algunas personas con motivos para protestar lo crean también; y deleguen en él la voz de la que carecen.Otros fenómenos parecidos han ocurrido en otros países, aunque, corrio el persortaje de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo, es probable que el propio Gil fuera el primer sorprendido -e incluso que se sintiera halagado- al oír que se le comparaba con figuras de la política profesional, como Poujade o Le Pen. Sin embargo, comparte con ellos esa inclinación a vender remedios milagrosos ("esto lo arreglo yo de dos patadas") que caracteriza, a quienes, efectivamente, sólo saben patear.

Nada hay tan peligroso como una idea cuando sólo se tiene una: la de Gil es que las cosas son en el fondo muy simples, y que basta voluntad para resolverlas. Aunque sea a patadas e insultos, como han podido comprobar esos jóvenes que en mayo votaron por el simpático presidente de un equipo de fútbol -elegido alcalde con el 80% de los votos- y ahora se han visto tratados de babosos, escoria, drogadictos e hijos de puta.

En algunos momentos y situaciones, otros aventureros de la vida cotidiana llegaron a estar a la cabeza de movimientos populistas o abiertamente fascistas, y hasta en Estados Unidos estuvo a punto de llegar a presidente aquel otro vendedor de crecepelo que se llamó Huey Long. Las condiciones parecen hoy diferentes, por más que entre nosotros un tal Ruiz-Mateos tenga, merced a apoyos muy concretos, su acta de eurodiputado. Pero más que el riesgo que puedan suponer esos personajes en sí mismos, lo que inquieta es la enorme credulidad de las gentes ante cualquiera que ofrezca remedios sencillos y soborne a los electores con algo de circo.

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"Si ése ha llegado a alcalde, a famoso, a estrella de la televisión, ¿por qué no habría yo de conseguir lo mismo?": ese mecanismo de identificación es el filón del que se han aprovechado siempre los aventureros de la política. Casi siempre terminaron mal y provocaron males mayores que aquellos que decían querer resolver. La elección popular, aun abrumadora, no dispensa de respetar las normas que garantizan a la sociedad contra las arbitrariedades de quien ejerce el poder. Alguien entre las numerosas personas que le ríen las gracias y ofrecen sus tribunas para sus alardes de zafiedad debería informar de ello a Jesús Gil.

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