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Tribuna:LA REVOLUCIÓN DE AGOSTO
Tribuna
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De la URSS a la Gran Rusia

El golpe de Estado del 19 de agosto fracasó porque sus autores ignoraban que sus compatriotas iban a salir a la calle a defender una democracia que conocían desde hacía poco tiempo y que practicaban sólo en parte. Pero de ello no se debe sacar la conclusión de que los golpistas fueran unos imbéciles. Muchos otros, además de ellos, pensaban que el pueblo soviético se inclinaría dócilmente ante un enorme despliegue de carros de combate y de milicianos del KGB. Estaban convencidos de que sería suficiente mostrar su fuerza para no tener que servirse de ella. Casi todo el mundo en Occidente tenía la misma impresión.¿Habrían cambiado las cosas si desde el primer momento hubieran puesto fuera de juego a Boris Yeltsin? No hay duda de que los alcaldes de Moscú y Leningrado habrían intentado movilizar a sus ciudadanos, pero tales levantamientos hubieran tenido entonces un carácter local y disperso. Sólo el presidente elegido por sufragio universal en una república de 150 millones de habitantes -es decir, más de la mitad de la Unión Soviética- podía movilizar la inmensa aspiración a la libertad que alzaba a una población que estaba a la espera de un líder carismático. Borís Yeltsin ha sido el hombre de esa situación histórica. Él encarna ahora la democracia en la URSS.

Esto no eclipsa el mérito de Gorbachov, quien ha sembrado las semillas que ahora acabamos de ver hasta qué punto han prendido. En el plano internacional, su obra es todavía más importante: la historia le reconocerá como el libertador de la Europa del Este al declarar las revoluciones de 1989. Prohibiendo a Honecker, el 7 de octubre, reprimir por medio de la violencia la agitación popular, rompió con la terrible tradición forjada por las represiones de Berlín en 1953, de Budapest en 1956, de Praga en 1968. Esa gloria es imborrable. Ni siquiera los soviéticos podrán olvidarla, ya que esa ruptura con el comunismo dictatorial ha disuadido a sus partidarios de añadir a esa sangrienta trilogía una represión en Moscú en 1991.

No olvidemos, finalmente, que los conjurados dieron su golpe para impedir la firma, al día siguiente, de un Tratado de la Unión que debía transformarla en confederación. A este respecto, Gorbachov había tenido que ceder ante Yeltsin, cuyo poder reposaba en la independencia de Rusia. Los golpistas estaban empeñados en conservar la federación, cuya columna vertebral y cerebro era el partido comunista, y los brazos, el Ejército y el KGB. Su lamentable locura desembocó en un resultado opuesto. La URSS murió el 19 de agosto de 1991, y la Gran Rusia resucitó el 22.

Borís Yeltsin la desenterró esa mañana, en un diálogo con la inmensa multitud concentrada ante el Parlamento de su República. Respondió a las esperanzas de un pueblo al que su comportamiento ante el golpe había embriagado de orgullo patrio. El les daba un alma, como ocurrió en tiempos de la invasión hitleriana. A cuántos periodistas la gente decía que ahora se sentían "rusos" y no "soviéticos". De qué manera proclamaban que la democracia en toda la URSS había sido salvada por el pueblo ruso, lo que es cierto. Al anunciar la creación de un Ejército del que él sería el jefe y la vuelta a la bandera rusa tradicional, el presidente no formulaba reivindicaciones. Hacía públicas decisiones a las que nada podrá hacer fracasar. Se impondrán como se impuso su anterior decisión de suprimir la presencia del partido comunista en la Administración, empresas y demás organizaciones y colectividades. Por otro lado, no queda gran cosa del PCUS, suicidado por sus conservadores en la función pública: deberá reducirse a un partido como los demás, sin privilegios. El Sóviet Supremo y el Parlamento de la URSS agonizan. De las instituciones federales, sólo Gorbachov sigue teniendo legitimidad por su negativa a salir Fiador de la dictadura. Pero esta valentía física y moral no hace olvidar la ceguera política de un jefe de Estado que no sospechó la traición de sus nueve colaboradores más cercanos nombrados por él, o con su beneplácito, para los más altos cargos de la federación y del partido.

Entendimiento

A pesar de todo, para que la reconstrucción económica sea posible, es indispensable un entendimiento entre Gorbachov y Yeltsin. El Tratado de la Unión permitirá a las Repúblicas legislar libremente sobre la propiedad de las empresas y de la tierra, y firmar los acuerdos que se crean oportunos con empresas y Estados extranjeros. Dos elementos necesarios, pero que deberán acompañarse de la construcción de una especie de Comunidad Soviética que asegure un mercado único como el de la CEE. También se impone una transformación radical del ejército rojo, lo que igualmente exige un acuerdo en las alturas. Como instrumento militar, deberá fragmentarse entre las Repúblicas con el Fin de poder apoyarse en un fuerte sentimiento nacional. Parece, pues, que Rusia se deberá beneficiar del traspaso de la disuasión nuclear y del escaño permanente en la ONU.

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Una estrecha alianza, análoga a la de la OTAN (que, por otra parte, la CEE debería también establecer en su seno), aseguraría la defensa colectiva de la Unión. Indispensable para la economía por lo que tiene de alivio de las cargas, el desarme en curso podría también liberar una parte del complejo industrial-militar y de los soldados, permitiendo su traslado al servicio de la modernización de los transportes y otros equipamientos públicos, e incluso de la investigación civil. Tal reconversión daría al ejército rojo el instrumento para mantener un mínimo de unión entre las Repúblicas, lo que respondería a su constante objetivo del que ha sido desviado por las actuales divisiones.

Maurice Duverger es profesor emérito de la Sorbona y diputado por Italia en el Parlamento Europeo. Este artículo fue escrito horas antes de la disolución del PCUS.

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