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El indiano en su escondite

Foto: Cristina García RoderoDurante varias jornadas he recorrido Asturias para recordarla. También, para encontrar a un antiguo compañero de las fatigas del bachillerato, Chus Monteserín, que a finales de los cincuenta se macho a México, donde consiguió enriquecerse, como los indianos clásicos. Cuando regresó por primera vez a España -eran los años de la transición- mi amigo tenía el propósito de crear en su tierra natal una empresa dedicada a las nuevas tecnologías de la comunicación.

"En tres generaciones desaparecerán los libros", afirmaba. "Con el tiempo, una emisión por satélite hará llegar de modo directo el Ulises de Joyce a los cerebros de la gente". Supe luego que el fervoroso militante del progreso puso en marcha una sociedad relacionada con la informática, y al cabo de los años perdí completamente su rastro.

Tras penetrar en el principado por Leitariegos y los valles hondos y fragosos que rodean Cangas del Narcea, la carretera que recorre el vertiginoso puerto del Palo me condujo a Grandas de Salime, junto al río Navia, donde inicie mi investigación. Yo sabía que Chus Monteserín provenía de ese pueblo, y la misma muchacha que me sirvió una fritada de truchas autóctonas avisó a uno de los parientes lejanos de mi amigo.

Toda la familia directa ha desaparecido de allí, y aquel hombre sólo pudo darme una dirección en Avilés, bastante incompleta, pero fue en Grandas de Salime donde, por primera vez en mi viaje, oí sonar uno de los carillones que, en muchísimas villas y aldeas asturianas, avisan puntuales al vecindario, desde la sede concejil o parroquial, del paso de las horas de cada día.

En esa voluntad de escuchar colectivamente la señal precisa de las horas que pasan, se manifiesta un símbolo de la modernidad que, en tensión con un arcaísmo propicio a la negación del tiempo, vierte conformando la realidad del microcosmos asturiano.

De un lado Feijoo, Jovellanos, Clarín, los generales Riego y Miaja, la vanguardia sindical, determinado estilo artístico e intelectual marcado por un jovial escepticismo, la minería, la siderurgia. Del otro, una naturaleza que pugna por prevalecer, donde el vigor de lo rural y silvestre se declara implacable y glorioso.

La brumosa memoria

Sin duda, en la parte arcaica del talante pesa también el complejo mundo mítico en que, por debajo de las tradiciones populares y lo pintoresco, elementos de lo prerromano, la reconquista y los rancios blasones urden un entramado singular. Y es que, a la hora de mostrar las ejecutorias, no cabe duda de que Asturias tiene muchos motivos para considerarse patria fundamental. Pues, aunque el río que produjo el topónimo originario no recorra sus tierras -me refiero al Esla, antiguo Astura- hay que recordar que ya san Isidoro reconocía la importancia de la nación envuelta en frondosas selvas y ásperos montes, que tan desesperadamente intentó resistir la conquista de Roma.

Tal vez, la brumosa memoria de aquellas gestas y de las hazañas de Pelayo y sus sucesores ayude a impregnar el carácter asturiano de su peculiar osadía.

Cuando, en los años del regreso de mi amigo Chus a España, algún condiscípulo leonés, entregado a utopías autonomistas, le hablaba de la posibilidad de unión de las dos provincias limítrofes -solar de la primitiva Asturias, del vetusto reino astur-leonés y hasta de una autonomía particular en la Guerra Civil- el joven indiano, con esa cordialidad tajante que no tiene réplica, exclamaba: "Hombre, de juntarse Asturias con otro país, debería hacerlo con la República Federal Alemana".

Del pasado remoto le quedan a Asturias testimonios innumerables: cavernas decoradas en el paleolítico, castros en que la cantidad y perfección de los restos prueban la importancia numérica de sus pobladores, infinidad de hórreos y paneras en uso, que resultan los mismos granaria sublimia que conoció Varrón en el siglo 1 antes de Cristo.

De la cristiandad, con testimomos de tiempos más recientes, esas iglesias y palacios anteriores al románico que mantienen, con la frescura de su belleza, la idea de un mundo cerrado y completo. Acaso el ejemplo más fascinante de tal arquitectura lo constituya Santa María del Naranco , en Oviedo.

Dispersos entre el apretado conjunto montañoso que se multiplica desde la cordillera, y donde alternan las aristas calcáreas con las laderas tapizadas de piornos, los signos culturales de los milenios se mantienen a lo largo de los múltiples valles que acogen a los setenta y tantos concejos del principado, entre el interminable fulgor verde de los prados y de un arbolado que forman, con muchas otras especies, las hayas y los castaños, los pinos y los robles, los manzanos y los avellanos, los tilos y esos eucaliptos de tan mala fama ecológica.

El Cantábrico

Y frente a la exuberancia vegetal, el inquieto Cantábrico sacude la costa, interrumpida por las rías, convirtiendo el litoral, desde Castropol a Bustio, en una sucesión armoniosa de acantilados abruptos, playas rubias y recónditos abrigos.

Las alternancias de la marea ofrecen al mismo tiempo las playas inmensas y las rías exhaustas, o borran las playas para henchir las rías, en un juego purificador que cada día nos permite inaugurar la arena con las primeras pisadas del mundo.

El verde de la vegetación costera se cierne sobre las espumas y la incierta neblina transforma en plata el sol de agosto, mientras se suceden las casonas de indiano junto a la palmera o la araucarla fundacional. Antes de Ribadesella, desde el camino de la costa, la súbita visión de los Picos de Europa ofrece una síntesis indescriptible de alturas y distancias.

De Occidente a Oriente, el mar se va templando y los visitantes aumentan. Tampoco encontré a mi antiguo amigo en la villa de Avilés, que preside el gigantesco cuerpo oriniento y agonizante de Ensidesa.

Alrededor de la hospitalaria Gijón, las playas de mi infancia han sido domesticadas ya por el tesón urbanístico, como los puertecillos marineros de todo el litoral han visto crecer sobre su modesta estructura grandes y sólidos malecones.

El paraíso natural a que aluden los reclamos publicitarios se va convirtiendo en inocuo divertimento para masas de veraneantes. Los bares -supongo que debidamente autorizados- permiten que se arracimen cientos de automóviles en lugares agrestes, como el cabo Peñas, y hasta en los lagos Enol y de la Ercina ofertados a ese ocioso deambu lar turístico que señala su paso con latas de refrescos vacías y bolsas de plástico. En Covadonga persisten los viejos letreros nacional-católicos exigiendo No bañador, lo que por las nuevas generaciones podría interpretarse como una invitación al nudismo.

Por una de esas casualidades que la realidad tolera mejor que la ficción, encontré a mi amigo en una aldea cercana a Colombres, donde se alza la casona que el afortunado indiano íñigo Noriega regaló al general Porfirio Díaz, y que ha sido remozada con gracia, con fines culturales.

Mi amigo Chus, que ha engordado mucho, es ahora propietario de uno de esos restaurantes que proliferan a lo largo del principado, ofreciendo por lo general buena cocina y productos de calidad. Mientras escanciaba sidra -otro dato del genio asturiano es el rito de verterla desde la botella, manteniendo el enorme vaso muy separado, de modo que la sidra se bata y el jugo inerte y anodino se convierta en una bebida viva y sabrosa; los alemanes, que usan para beberla vasos de la misma especie, no han descubierto todavía, sin embargo, la técnica transustanciadora- me resumió su actual actitud filosófica: "A mí siempre me gustó cocinar. Veráas que rape con caviar de erizos te vas a comer".

Era noche de fiesta. Del Carmen a la Asunción, de san Roque a la Santina, el festejo es la sustancia del verano asturiano, y se celebra con una sinceridad de la que no parecen capaces los vecinos, gallegos, leoneses y cántabros. Después del banquete, mi amigo Chus me dijo que está pensando abandonar también el negocio del restaurante. -Hace años compré unos terrenos en la costa y dicen que ahora va a construirse mucho. Voy a vivir de las rentas. Me llegó el tiempo del reposo". Y lo confesaba asumiendo con orgullo la vieja lengua de la aldea, mientras el carillón repetía las campanadas de la medianoche.

Mañana: Ciudades del 92

Madrid, capital de la gloria

Antonio Muñoz Molina

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