Seis paisajes vascos
1. La ría Desde la Cofradía de Pescadores de Santurce, junto a la lonja del puerto, donde al atardecer se reúnen los vecinos del pueblo y algún que otro turista para ver llegar los barcos mientras degustan unas sardinas o un besugo a la parrilla, se divisa en toda su extensión el paisaje melancólico y brumoso de la ría del Nervión. Ciérvana queda atrás, oculta tras las montañas y las columnas de la autopista que une el gran puerto del Abra con las torres de Bilbao, pero su olor a salitre llega hasta el puerto pesquero mezclado con el del hierro de las minas de Gallarta (la cuna de Dolores Ibárruri) y el del petróleo que hierve junto a las playas de Somorrostro, bajo las chimeneas futuristas e irreales de la refinería de Petronor. Las chimeneas no se detienen. Siguen por toda la ría, bordeando el caserío de Santurce y las ventanas de Portugalete, hasta las puertas mismas de Bilbao, apiñándose al llegar a Baracaldo y a Luchana y, antes, enloquecedoramente, en el fantasmagórico complejo de Altos Hornos de Sestao, donde la noche se llena de fuego y el cielo de la ría se convierte en una gigantesca y humeante fundición. Entre el humo de las fábricas y el de los fuegos donde se asan las sardinas que esta tarde han traído hasta Santurce sus viejos barcos pesqueros, el viajero, mientras contempla la ría, apenas puede ver en la otra orilla las fabulosas mansiones de Neguri y Las Arenas, donde hasta la aparición de ETA vivían las familias más pudientes de Bilbao, y el puerto viejo de Algorta, que hoy celebra sus fiestas y tiene, por eso mismo, su cielo cubierto ahora de fuegos artificiales. Hoy, como ayer, la ría del Nervión continúa dividiendo el mundo en dos mitades. A la izquierda, los pobres, los obreros, las chimeneas, las barriadas sindicales y las paredes negras de las fábricas. A la derecha, los ricos, los empresarios, los clubes privados, la Universidad de Deusto y las urbanizaciones de casas blancas. Como en una gran metáfora, la ría divide el mundo en ricos y pobres, y los separa: sus escasos 200 metros sólo pueden ser salvados en barcazas o por el mítico puente colgante de Portugalete, cuyas luces tiemblan ahora justo enfrente del viajero, reflejándose a la vez en el cielo y en el agua.
Pero la gente que degusta sus sardinas junto a él está ya acostumbrada. Nacieron junto a la ría o llegaron aquí hace tiempo, procedentes de toda España, para buscar trabajo en sus fábricas, y no aprecian ya la raya que divide la tierra y la mirada en dos mitades. Entre el humo de las parrillas y el de las chimeneas, que borra el cielo por Baracaldo, comen y ríen junto a sus aguas y, cuando acaban de cenar, regresan hacia sus casas por el mismo camino que antaño recorrían las legendarias sardineras de Santurce, llevando hasta Bilbao peces azules del mar Cantábrico.
2. Arqueología industrial
En Bilbao la raya se difumina y la ría se disuelve entre las casas. Son muchos puentes los que la salvan. Pero tiempos hubo, y no lejanos, en que esta enorme urbe portuaria, que hoy se apiña en tomo a ella y que se desparrama a un lado y a otro trepando por las montañas, era una idílica aldea formada sólo por siete calles -Artecalle, Somera, Tendería, Belosticalle, Carnicería Vieja, Barrencalle, Barrencalle Barrena y La Ronda-, agrupadas en torno a la catedral del señor Santiago. Siete calles que escribieron ellas solas varios siglos de la historia de Bilbao, y que aún siguen escribiéndola, pese a la competencia del Arenal y de los nuevos barrios: junto a los viejos comerclos de aroma rancio (zapaterías, confiterías, tiendas de boinas, de santos o de paraguas), bares no menos viejos ni menos rancios continúan reuniendo cada tarde a millares de bilbaínos, amigos del txiquiteo y de las canciones vascas.
Bilbao es pura nostalgia. Desde la Plaza Nueva, donde cada mañana de domingo se concentran los vendedores de monedas y de pájaros (y en Navidad se convierte en el mercado grande de los, baserritarras), hasta los barrios altos, con sirimiri o sin él, la vieja ciudad ferrona destila melancolía por todas partes. Aque llas siete calles de su origen se mancharon un día de hierro y carbón y la ciudad se extendio a ambos lados de la ría y se llenó de grúas y de fábricas. Luego llegaron los emigrantes. Y así, poco poco,casi sin darse cuenta, se con virtió en el cuadro que pintara Blas de Otero en tonos negros hace más de 30 años: "Ciudad llena de iglesias / y casas públicas, donde el hombre es harto / y el hambre se reparte a manos llenas. / Bendecida ciudad llena de manchas, / plagada de adulterios e indulgencias. / Ciudad donde las almas son de barro / y el barro embarra todas las estrellas. / Laboriosa ciudad, salmo de fábricas, / donde el hombre maldice mientras rezan / los presidentes del consejo: ¡Oh altos / hornos, infiernos hondos en la niebla!".
El cuadro ha cambiado poco, pero la nostalgia de Bilbao se ha acentuado. Desde que Blas de Otero escribiera ese poema, la ciudad ha seguido creciendo al mismo ritmo con que se oxidaba. La crisis económica, la reconversión naval, el abandono de los ferrocarriles y de las antiguas fábricas han ido poco a poco corroyendo la ciudad y dejando sobre ella una pátina marrón que, en las noches de lluvia como ésta, se funde con las grúas de la ría y con la hiedra que trepa por los tejados dándole a todo el conjunto un cierto aspecto británico. El viajero, al menos, así lo siente mientras, en la madrugada, camina solo junto a la ría contemplando a su paso el Ayuntamiento y el teatro Arriaga (blancos, entre tanto negro, como pasteles de nata), las herrumbrosas paredes de la estación de la Naja (la del hullero y el tren del Abra), los antiguos astilleros de Euskalduna (hoy mudos y abandonados), los barracones y muelles de la gran Naviera Aznar (símbolo del desarrollo vasco) y, a lo lejos, siempre ardiendo en la distancia, las oscuras chimeneas de Altos Hornos de Sestao y la silueta del monte que domina la ciudad y que insipiró al poeta Gabniel Aresti la metáfora de la lluvia más bella que conozco, y la más pura aliteración de la historia de la lengua castellana: "Y, por Archanda, helechos hechos llanto...
3. El bosque encantado
El túnel de Malmasín, a la entrada de Basauri, separa por la autopista el cinturón de Bilbao del interior de Vizcaya. Las fábricas continúan, casi sin interrupción, hasta Durango; pero, en Amorebleta, el viajero se desvía hacia Guemica y se interna en pleno campo. En Guemica está ya el árbol sagrado y, casi bajo sus ramas, Cortézubi (el pueblo cuyo alcalde organiza cada poco concursos estrafalarios: de cabezones, de feos, de rallies de caracoles, de partir nueces sentándose) guarda, entre otros secretos, la puerta de dos lugares d e gran significación para todo el pueblo vasco: Santimamiñe, Ias cuevas donde vivieron y dejaron sus pinturas los primitivos vascones hace ya 13.000 años, y, a su lado, en el valle de Oma, el bosque que Ibarrola dejó encantado.
Hoy es sábado y las cuevas de Santimamiñe todavía están cerradas (no abrirán hasta las cinco de la tarde), pero, en el caserío Lezika, construido en 1761 y trocado, por mor de los turistas, en moderno restaurante, docenas de visitantes y de vecinos de los caseríos cercanos (la mayoría de los cuales bien podrían, por sus cabezas, competir no sólo en Cortézubi, sino también con sus antepasados de las cuevas) comen animadamente bajo el emparrado fresco de los árboles. El viajero hace lo propio -y recomienda a quien le siga el exquisito flan de- la casa- y, tras cabecear un poco, toma el camino de Oma buscando el bosque encantado.
En realidad, en Euskadi, todo el bosque está encantado. Desde las altas cumbres del Gorbea o del valle de Arratia, donde viven las brujas y las lamias (las bellísimas hadas de las fuentes que ocultan bajo sus ropas sus siniestros pies de ganso), hasta las suaves selvas de la costa, llenas de bruma en in viemo y de pájaros azules en vera no, todos los bosques de Euskadi conservan el misterio primitivo de una cultura antiquísima que nació precisamente en las montañas. Pero en Oma, un minásculo y her moso valle con apenas seis o siete caseríos en el centro y rodeado de pinos por todas partes, el hombre le ha añadido aún más misterio y lo ha llenado de magia. Ibarrola, un escultor-obrero de la margen izquierda de la ría que llegó aquí huyendo de la contaminación y de la fábrica, lo ha pintado por entero con colores y con formas que sólo existen en los sueños y en las esculturas vascas: ojos, olas, corazones, figuras antropomórficas y de animales. Por ellas, el bosque mira, se mueve, habla. En ellas, el bosque cobra la vida que quizá tuvo en un tiempo, pero que había olvidado. Sumido en ese delirio, y viendo abajo, en el valle, el pequeño caserío de Ibarrola dormido bajo los árboles, el viajero, mientras desanda el camino, no puede menos que recordar aquella vieja canción que el poeta vascofrancés Elizamburu escribiera hace ya años: "Ikusten duzu goizcan, / arguia hasten denean, / menditxo baten gaincan / etxe txikito airiz tin xuri bat / lau haltz andiren artean, / txakur xuri bat atxean / iturriño bataldean? / Han bizi naiz ni bakean". (¿Ves al amanecer, / en lo alto de la montaña, / un caserío muy blanco / en medio de cuatro robles, / un perro blanco a la puerta / y al lado un pequeño arroyo? / Allí vivo yo en paz"). Mañana: Euskadi/ 2
Julio Llamazares
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