Datos sobre la existencia
Foto: Cristina García RoderoDurante la época de mi vida en que fui representante de productos farmacéuticos, vendí a taxiderimistas y museos de ciencias naturales un producto inyectable que destruía las vísceras de los animales sin necesidad de vaciarlos. Conocí entonces en uno de estos museos a un loco que llevaba años elaborando una geografía de lugares inexistentes. Durante una de las muchas veladas que pasé con él, fascinado por su conversación y por sus seductores ojos, me reveló que Murcia no existía.
-¿Y por qué viene en los mapas? -pregunté.
-Por necesidades cartográficas o de equilibrio geopolítico -respondió-, igual que Ohio, Bratislava o Pecs. Son lugares inexistentes, pero necesarios para la conservación de alguna simetría -misteriosa. Los Gobiernos decretan su existencia para tapar algunas mordeduras del sistema facial terráqueo. Y hay acuerdos secretos de orden multinacional para evitar que estas carencias salgan a la luz.
Corrio advirtió mi gesto de incredulidad, me preguntó qué era lo que sabía yo de Murcia que diera fe de su existencia. Me acordé de los melones, de las conservas de tomate, del trasvase Tajo-Segura y de una obra de Mihura. titulada Ninette y un señor de Murcia. Como parecía que no le bastaba, le cité una película maldita de Fernando Fernán-Gómez -El viaje a ninguna parte-, que en principio iba a titularse El crimen de Mazarrón, importante localidad turística de la comarca. Creo que le cambió el título la censura para no perjudicar al turismo.
El loco del museo sonrió con benevolencia:
_Flas olvidado añadir -dijo- que Paco Rabal es de Águilas, lugar bellísimo por cierto, aunque también inexistente, corno el resto de la región. No sea,s ingenuo, todas esas cosas son fáciles de arreglar. Precisamente porque Murcia no existe es por lo que se acentúan sus rasgos, para disimular.
Luego cogió una enciclopedia y me leyó algunas características de Murcia, tales como que la encina y la sabina eran las especies arbóreas de la región.
_Inverosímil, ¿no? -añadió miránelome con astucia-. La encina y la sabina, qué absurdo. Y aún hay más: mira, aquí dice que el riego con aguas ocasionales de origen espasmódico refleja el carácter torrencial de las precipitaciones mediante el procedimiento de la boquera. ¿Has oído hablar alguna vez de lluvias espasmódicas? ¿Sabes lo que es la boquera? Y en la antigüedad, por lo visto, estuvo habitada por contestanos-y bastetanos, también en verso, como a encina y la sabina, a ver si cuela. Y, fijate qué casualidad, fue la primera provincia romana de la Península. Además de eso, ]os suelos sori predominantemente pardoxerófilos. Qué palabra, cuánta fantasía. La cuestión es ponerle muchas características para que no nos demos cuenta de que no existe.-¿Y toda la gente que veranea en el Mar Menor? -pregunté.
-Pues mira -dijo con resolución-, eso todavía no sé cómo lo arreglan, pero yo creo que les ponen una inyección que les produce alucinaciones veraniegas. En realidad, deben pasarse las dos semanas o el mes de vacaciones guardados en un almacén, dormidos bajo lámparas de rayos infrarrojos para que se pongan morenos.
Pasó el tiempo y me olvidé de esta historia. Ahora represento fósfatos de Chile y abonos químicos en general. Me enteré de que algunos hortelanos murcianos no utilizaban las aguas del trasvase Tajo-Segura para sus riegos porque consideraban que eran muy desmayadas, M'uy dulces, y además les costaba más de dieciséis pesetas el metro cúbico. Cuando estaba preparando mi viaje a Murcia para vender a estos hortelanos los productos que represento, me telefoneó el loco del museo y me dio más datos de esa irrealidad.
-Escucha -dijo-, deben haberse enterado de que hay gente que sospecha que Murcia no existe y no hacen más que hablar de ella para evitar que se propague la noticia. En las últimas elecciones dijeron por televisión que habían salido allí no sé cuántos concejales de Hemi Batasuna. ¡Qué disparate! Luego mandaron a Ludolfo Paramio a Yecla, otra localidad inexistente de esa provincia, para que llamara hijos de puta a los periodistas, consiguiendo así que se hablara mucho de Murcia. La última fue la de Alfonso Guerra en Moscú, en el famoso seminario sobre la transición. Le preguntaron por qué no habían invitado a políticos catalanes y vascos, y respondió: "Comprenderá que no podemos invitar a todos, porque en este caso también tendría cabida, por ejemplo, un catedrático de Murcia". ¿Lo ves? Todos tienen órdenes de hablar continuamente de Murcia, pero a Guerra le tralcionó el subconsciente, porque se refirió a ella con el mismo tono que solemos utilizar, para hablar de Babia o de las Batuecas, dos lugares también imaginarios.
Comencé, pues, mi "viaje a ninguna parte" con el ánimo bastante encogido, preso de una premonición oscura y bajo unas temperaturas que, según los meteorólogos, eran las más altas de este siglo. Cuando llegué a la capital murciana, el salpicadero de mi coche, que es de plástico, estaba deformado por el calor. En cuanto a mí, había visto por el camino tanto desierto y extensiones tan grandes de tierras pardoxerófilas que estaba dispuesto a creer que Murcia era una alucinación de los sentidos. Desde la habitación del hotel se veía la torre de la catedral, una fantaslosa pieza de orfebrería de vanos cuerpos, cada uno de los cuales representaba un estilo arquitéctónico distinto, desde el plateresco al neoclásico. La torre se alzaba ante mis ojos como una pieza hiperreal rodeada de un espejismo urbano producido por los rayos solares.Una ciudad desierta
Salí a la calle y comprobé que allí no había nadie, quizá porque era la hora de más calor. Tuve la impresión de estar paseando por Copenhague a las siete de la tarde, sólo que la temperatura y el paisaje no cuadraban. Tomé un taxi con aire acondicionado y le pedí al taxista que diera una vuelta por la ciudad.
-Al otro lado del río no vamos -dijo-, porque son polígonos. No quise preguntar a este hombre qué tenía contra la geometría, y me dejé llevar. Este primer viaje me hizo, no obstante,sospechar algo que comprobé más tarde: que los murcianos saben muy poco de sí mismos.
-Mire -me decía-, aquí está el Pryca, y un poco más allá vive un cuñado mío. Ahora vamos a la Gran Vía para que vea Galerías Preciados y El Corte Inglés.
-¿Y aquel edificio? -pregunté cuando íbamos de camino.
-Nada, nada, es un museo de trajes regionales, ¿comprende usted?
Por la noche recorrí a pie el casco antiguo y conseguí ver gente tomando copas en La Trapería, hermosa calle peatonal en tomo a la que se articula un complejo urbano que es, junto a la Gran Vía de Salcillo, el centro comercial de Murcia. Había boutiques rebajando las rebajas y joyerías con relojes de 100.000 pesetas en los escaparates. Riqueza, en fin.
La verdad es que me había olvidado de los fósfatos de Chile, empeñado como estaba en comprobar el grado de realidad de esa provincia. Visité al día siguiente el Museo de Salcillo: impresionante el dolor de sus figuras, atormentadas por sus formas y colores. También vi muchas ópticas y un monumento a Juan de la Cierva, inventor del autogiro. Empujado por un sentimiento de orden simétrico, viajé a Cartagena para contemplar el submarino de Isaac Peral: aire y agua. Y de nuevo un sentimiento de irrealidad al verme en aquel sitio desde el que habían zarpado las corbetas en dirección a una guerra en la que conseguimos participar sin llegar a participar. En Cartagena por cierto, hay un Partido Cantonal que perdió las últimas elecciones. "Quieren ser como Suiza, me explicó un tendero, un cantón. Y es que aquí tenemos una sierra, la de Espufia, que la llaman la Suiza española".
Pasé por La Unión, por lo delcante, pero ese día había mercadillo y continué hacia el cabo de Palos para ver La Manga. Dios mío, aquello sí que era irreal. Además, La Manga no es una manga, es un brazo, un brazo de tierra de 25 kilómetros de largo que en su parte más ancha mide 900 metros, ninguno de los cuales se ha librado de ser edificado. Da origen, junto a la costa, a una laguna de agua salada llamada Mar Menor, que debe ser un capricho de la naturaleza único en el mundo. Da igual, tuve la impresión de que se la habían cargado. En una parada de autobús conté siete latas de coca-cola vacías, doscientas mil colillas y un número indeterminado de bolsas de patatas fritas.
Crucé el Mar Menor en una barquita, sorteando motos acuáticas, embarcaciones deportivas, buceadores y bañistas. Llegué a San Javier para recorrer sus contornos. Con tantos cuerpos desnudos, el paisaje tenía algo de campo de concentración. Los cuerpos se agrupaban en forma de racimos alrededor de los parasoles. En San Pedro del Pinatar, visité un museo del mar en el que había un tarro con un millón de granos de arena de la playa de Campoamor, contados, al parecer, por un jubilado con la ayuda de una lupa. Si la fliebre constructora sigue al mismo ritmo, dentro de poco será la única arena de playa que quede en la región.
Huí de allí y regresé a Murcia contemplando las tierras pardoxerófilas, la encina y la sabina, los contestanos y los bastetanos. Intenté, desde el hotel, hablar por teléfono con el loco del museo para conf-irmarle que Murcia no existía, y entonces comprobé que tampoco existía la compañía de teléfonos. Qué vida.
Mañana- la Rioja
La isla cóncava
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