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La transición comunista a la democracia

Tras haberse equivocado en la transición del capitalismo al comunismo, ¿cometerán la Unión Soviética y, las ex democracias populares un error simétrico al hacer la transición inversa? Había una paradoja en el hecho de que la dictadura del proletariado fuera considerada como la vía hacia una sociedad sin clases definida por el Manifiesto de 1848 como una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos". Parece claro que, aunque proletaria, una dictadura no engendra libertad y que, al extenderse a la producción, a la opresión política se sumara un empobrecimiento económico.La actual situación de los países del Este se asemeja algo a la que existía en la Europa occidental cuando dicha paradoja tuvo lugar en el pensamiento de Marx. Hace un siglo y medio, el recién inaugurado sufragio universal había servido en Francia para plebiscitar al primer Bonaparte, y estaba a punto de plebiscitar al segundo, y la libre empresa y el libre comercio agravaban las desigualdades, a pesar de la igualdad proclamada en 1789. Frente a lo que Tocqueville llamaba "una aristocracia manufacturera, una de las más duras de las que hayan tenido lugar en la Tierra", era natural oponer una coacción distinta a la que sufrían sus víctimas.

Han sido necesarias décadas de desarrollo económico y técnico, y de práctica de los derechos humanos y del voto pluralista, para afirmar en Occidente las libertades políticas y para completarlas con una socialdemocracia que regularice y temple los efectos del capitalismo. Entre el Oder-Neisse y VIadivostock, los pueblos liberados del partido-Estado y del colectivismo centralizado se ven privados hoy de los medios necesarios para aplicar un Gobierno parlamentario y una economía de mercado. Y tanto sus dirigentes nacionales como sus consejeros occidentales no se dan claramente cuenta de ello a no ser en el aspecto material: arcaísmo del utillaje industrial, insuficiencia de campesinado, burocratismo e hipercentralización de las empresas, débil productividad, ausencia de Estado de derecho, partido único, policía política, etcétera.

También son importantes los obstáculos culturales. Setenta y tres años de dictadura monolítica en la URSS y cuarenta y cuatro en los satélites europeos han desarrollado una ignorancia total de lo que exige el paso a una economía de mercado y de los mecanismos de la democracia. Fascinados por el nivel de vida de Occidente, los ciudadanos no miden la suma de trabajo, de riesgos y de desigualdad que constituye la contrapartida de su abundancia. Igualmente se desconoce la práctica parlamentaria, la separación de poderes, las dificultades de un Gobierno basado en la confianza de los diputados y de los electores. Y a la ignorancia se añade una propensión al dogmatismo. La cultura inculcada por el comunismo totalitario se presenta como una verdad científica absoluta frente al error igualmente absoluto encarnado por las democracias occidentales. Cuando se viene abajo una verdad tan rígida, aquellos que creían en ella tienden naturalmente a invertir el dogmatismo.

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No están nada predispuestos a comprender el pluralismo, basado en una tolerancia hacia las ideas contrarias y que inconscientemente implica una concepción plural de la verdad: ninguna doctrina puede expresarla del todo ni ninguna ignorarla del todo, todas mezclan verdad y error, pero en proporciones variables. En el terreno político, la inversión del dogmatismo conduce o bien a un integrismo democrático tendente a un anarquismo que rechaza toda autoridad, o a extremismos de derecha como son el ultranacionalismo, el racismo, el fascismo... En el terreno económico tiende a un thatcherismo exagerado, es decir, hacia un capitalismo absoluto. El vecinazgo occidental aleja de la primera inclinación pero, por el contrario, empuja hacia la segunda.

A este respecto, es una pena que la inversión del dogmatismo refuerce la moda occidental del neoliberalismo y generalice la sustitución de empresas públicas por empresas capitalistas basándose en la idea de que las primeras son por naturaleza menos eficaces que las segundas. Los países del Este ignoran que muchas firmas nacionalizadas de Occidente son tan competitivas como las privadas: Renault o Airbus son un ejemplo. Nadie pone en duda que las empresas públicas de las dictaduras comunistas son catastróficas, pero su transformación en firmas públicas eficaces -es decir, capaces de jugar con éxito el juego de la competitividad- sería a menudo más fácil y más rápido que su privatización.

La menos visible de las dificultades de la transición a una democracia yace en la contradicción entre los dos aspectos de aquélla: es decir, entre las exigencias del paso a la economía liberal y las exigencias del paso a la democracia política. La experiencia de la reconstrucción de una economía de paz en las democracias del Oeste europeo en 1945 (tras una economía de guerra más autoritaria y centralizada) mostró la necesidad de importantes constricciones durante años. El reparto ordenado de las materias primas y de los productos energéticos, la selección de las inversiones para acelerar el arranque económico: todas estas técnicas de posguerra serían igualmente eficaces en la posdictadura. Podrían facilitar la democratización económica y conjurar los peligros de una Inmersión brutal en un capitalismo sin freno.

Pero también podrían comprometer la democratización política al mantener en pie buena parte del corsé dictatorial: los apparátchiki comunistas se convertirían en elementos indispensables para el encuadre de la transición del colectivismo al liberalismo. Además, ¿cómo podrían aplicar una planificación de nuevo tipo en la que las empresas públicas de gestión burocrática deberían convertirse en modelo de dinamismo y productividad si, precisamente, han sido formados para una gestión burocrática? ¿Cómo no se aprovecharían de los poderes que se les seguiría manteniendo para convertirse en una especie de mafia, opuesta o aliada a la que ya existe en la URSS con base más tradicional?

Esta contradicción de la fase de transición corresponde al agravamiento de una contradicción latente en todas las democracias de Occidente. Su vertiente económica, basada en el mercado y la competitividad, tiende a la vez hacia la eficacia de la producción y la desigualdad del reparto: mecanismo que confiere al dinero un considerable poder en el Estado. La vertiente política, fundada en los derechos del hombre, el pluralismo y la alternancia, implica, por el contrario, una igualdad de los ciudadanos sin la cual la igualdad de derechos sería parcial. En las democracias establecidas, tal contradicción se convierte en un elemento normal del sistema que encarna una separación de poderes de nuevo tipo. En la fase de transición del comunismo a la democracia exige una especial vigilancia.

Maurice Duverger es profesor emérito de la Sorbona y diputado por el PCI en el Parlamento Europeo.

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