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Tribuna
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Polizones

El avión que les llevó del paraíso a la muerte, y no al revés, como sostiene la teología castrista, se llama Costa Dorada. Despegó de La Habana rumbo a Madrid con toda normalidad. Alcanzó la altitud deseada. Mantuvo su velocidad de crucero habitual. Repartió comida y bebida a bordo a lo largo de la ruta, que cubrió en poco más de ocho horas, el tiempo previsto.Luego aterrizó en Barajas. Descendieron los pasajeros. Se fue la tripulación. Los mecánicos iniciaron su trabajo de rutina. Y fue entonces, mientras lo preparaban para el próximo despegue, cuando los cuerpos de José Manuel Acevedo Cárdenas, de 20 años, y Alepis Hernández Chacón, de 19, se desplomaron sobre la pista.

Habían viajado con lo puesto, que era muy poco, agarrados a la horquilla del tren de aterrizaje. Es fácil imaginar la emoción de una aventura suicida que en los últimos 20 años ya intentaron otros cinco compatriotas, de los que sólo uno logró sobrevivir milagrosamente. Pero ellos ignoraban todo. Ignoraban que a 10.000 metros de altitud no hay oxígeno y la temperatura del exterior, que era prácticamente donde ellos iban, se pone por debajo de los 50 grados bajo cero. Ignoraban, pues, que en el mejor de los casos obtendrían su libertad en estado de absoluta congelación. Y cuesta creer que fuera ése el deseo de los muchachos.

Lo que ahora digan las autoridades cubanas importa poco, aunque lo más digno sería el silencio. Pero es norma de cualquier tirano hacer callar al pueblo para hablar él sin límite ni mesura. Por tanto, pueden decir que estaban locos o drogados. Que eran delincuentes o terroristas peligrosos. Que escapaban de la justicia y del orden engañados por la diabólica propaganda enemiga. En otras palabras, que merecían morir y que por eso han muerto.

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