La injerencia
Con el paso del tiempo, las mentalidades cambian. ¿Qué queda de "Ia inadmisibilidad de la injerencia en los asuntos internos de los Estados" proclamada unánimemente, excepto la abstención británica, en 1965, por la Asamblea General de las Naciones Unidas y reafirmada en 1981 por el mismo organismo en unos términos tan categóricos que los occidentales, en esta ocasión, votaron en contra?El 5 de abril y a solicitud de Francia, el Consejo de Seguridad, reflejando la emoción de la opinión mundial ante la tragedia kurda, admitió la existencia de un "derecho de injerencia" cuando la violación de los derechos humanos en el interior de un Estado constituye "una amenaza para la paz y la seguridad internacional".
Actualmente, se piensa en invocarlo a propósito de Sudán. Sin embargo, está ya tan dentro de las Costumbres que James Baker, como buen sheriff del "nuevo orden mundial" en periodo de gestación, ha juzgado oportuno, con riesgo de decir hoy lo contrario, manifestar sin ambages su oposición a una fragmentación en Yugoslavia. La Comunidad Europea, que, al principio, le estaba pisando los talones, no ha dudado en obligar a los interesados a nombrar un presidente de la república, bajo la amenaza de cortar los créditos. No obstante, este presidente no tiene todavía ningún poder.
Ya nadie manda a nadie. La CE se regocijó demasiado pronto por el éxito de su iniciativa. Hela aquí dividida entre aquellos que dudan del efecto contagioso de una fragmentación en Yugoslavia y aquellos que, considerándolo inevitable, opinan que es preferible precipitarlo tomando partido y haciendo causa común con los separatistas.
La CSCE (Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa), el esbozo de organización paneuropea creada en 1975 después de la cumbre Este-Oeste de Helsinki y que ha experimentado una nueva juventud, gracias a la finalización de la guerra fría, también se ha involucrado. Hace algunos días, cuando sus ministros de Asuntos Exteriores abordaron en Berlín la cuestión de la creación de un centro de prevención de conflictos, decidida en la cumbre de París a finales del pasado año, no osaron ampliar sin vacilaciones sus competencias a los litigios interiores de los Estados: hoy día nadie parece poner en duda la legitimidad de una medida así, aun cuando las posibilidades de obtener resultados están muy lejos de ser evidentes.
Es de buen tono descubrir ahora que Yugoslavia es una "creación artificiales" de los vencedores de 1918, ensañados como antes Richelieu, en "abatir la casa de Austria". Sin embargo, las naciones surgen más a menudo de "creaciones artificiales" con recurso a la fuerza que por generación espontánea. Además, la resistencia de Tito a Hitler, y después a Stalin, su dinamismo a la cabeza de los No Alineados, su ideología de autogestión, aportaron un gran prestigio a Yugoslavia, del cual sus habitantes se sienten orgullosos. Sin embargo, sólo ha existido realmente cuando al frente se encontraba un poder lo suficientemente fuerte para neutralizar cualquier oposición; dicho de otra forma, un jefe carismático, como el rey Alejandro o Tito, apoyado sobre la hegemonía, en un caso, de los serbios; en el otro, de los comunistas.
Quizá en otro contexto el sistema hubiese podido perdurar. En el de una crisis económica grave, con el telón de fondo del desmoronamiento del comunismo y del regreso forzado a la democracia, sería terrible que las poblaciones de las repúblicas ricas del Norte se cansasen de satisfacer las necesidades de sus hermanas pobres del Sur, a las cuales denuncian sin complejo, sin perjuicio de explicarlo mediante las costumbres de resistencia pasiva adoptadas en tiempos de los turcos, por la pereza y la ineficacia, y porque, a fin de cuentas, todo las separa -la religión, la lengua, las formas de vida y, en una palabra, la historia-
En verdad, la cuestión del deber de injerencia sólo se plantea cuando un Estado viola los derechos fundamentales, pero también cuando es incapaz de ejercer su poder, lo cual le expone, por otra parte, a la tentación de abusar de él. Yugoslavia no es la única en este caso. También es la situación de la URSS, a una escala muy diferente.
Sin duda, existen grandes diferencias, aunque sólo fuese porque es la heredera de un viejo imperio, mientras que Yugoslavia sólo tiene 70 años de vida. Los rusos han gobernado el imperio en cuestión desde hace siglos. Siempre son mayoritarios, incluso en unas repúblicas consideradas musulmanas. El uso de su lengua está casi generalizado. Estas características no son de aplicación para los serbios. Además, estos últimos continúan, en su mayoría, confiando en sus dirigentes comunistas y preconizando, bajo su báculo, una Yugoslavia lo más unitaria posible. Mientras tanto, la república rusa, cuyo presidente ha abjurado del marxismo, no se opondrá a las aspiraciones separatistas de los bálticos o de los caucasianos.
Ello no impide que en la URSS haya habido también incidentes sangrientos. Que el espectro de la guerra civil o de la libanización -como dijo el propio Gorbachov- se evoque abiertamente. Que el poseedor del poder supremo sea muy criticado, hasta el punto de que seis de las 15 repúblicas que pretende reunir se mantengan apartadas de las negociaciones sobre el nuevo Tratado de la Unión. En una palabra, que tampoco Belgrado es un árbitro no impugnado.
¿Quiere esto decir que el tipo de injerencia europea que acaba de manifestarse en el caso de Yugoslavia sería concebible en el caso de la Unión Soviética? Desde aquí se escuchan los gritos desgarrados que una pregunta como ésta provocaría en el Kremlin. Sin embargo, es posible que lo que hoy día es inconcebible más adelante pueda parecer el recurso más razonable. Gorbachov no ha dudado, al fin y al cabo, en dar un giro de 180 grados en el terreno de la reunificación alemana, de la que no hace mucho tiempo decía que es un tema del que no se iba a hablar hasta dentro de 100 años.
En cualquier caso, no ha parecido escandalizar el hecho de que James Baker hablase tranquilamente en Berlín, 24 horas antes de reunirse con sus colegas de la CSCE, "de ampliar la comunidad transatlántica a Europa central y oriental y a la Unión Soviética". Es muy Justo que Alexandr Besmértnij, el nuevo jefe de la diplomacia del Kremlin, haya opinado que el mantenimiento de la Alianza Atlántica podría ser "superfluo" con el tiempo.
Lenin debe revolverse en su tumba, él, que no había cesado de considerar que se había iniciado una lucha implacable entre el imperialismo y el comunismo, y que uno de los dos debería resultar necesariamente vencedor. Es cierto que en una conversación, pocas veces comentada, con H. G. Wells, uno de los padres británicos de la ciencia-ficción, llegó a decir que todo cambiaría si la humanidad se lanzaba a la conquista del espacio. El hecho es que en ello estamos, y que el duelo entre Estados Unidos y la URSS por esta conquista ha contribuido en gran medida al desastre económico que sufre actualmente la patria del socialismo.
En la víspera de la reunión de los siete grandes, en la cual se dispone a presentar una enorme demanda de créditos, el diablo está condenado a convertirse en fraile. Será tan convincente que se mostrará más dispuesto a ir hasta el final del proceso que desencadenó hace ahora seis años, y dejar que los pueblos de sus repúblicas determinen libremente su destino. De lo contrario, ¿no corre acaso el peligro de encontrarse desbordado, como actualmente el poder yugoslavo, y tener que aceptar, si no solicitar, la creciente injerencia para conseguir salir de una situación más poderosa que él?
periodista, fue director de Le Monde.
Traducción: Esther Rincón.
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