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Defectos

Los vecinos de determinada ciudad española cuyo nombre omitiré son famosos, entre otras cosas (fiestas patronales, etcétera), porque jamás dejan caer de sus labios un elogio sin acompañarlo, de forma inmediata y enfática, de un reproche. De forma que, finalmente, es el reproche lo que se queda flotando en el aire y lo que se filtra en la desdichada conciencia del receptor. Estuve discutiendo con amigos y conocidos míos de esa ciudad, que admitían todos, justo es reconocerlo, dicha cualidad, sobre las motivaciones que los llevan a esta particular y dual (o ambivalente) expresión de sus opiniones. Lo que nos preguntábamos era si la necesidad de encontrar siempre y en todos los casos un defecto en el otro obedecía a un loable sentido de la equidad, y era, por tanto, inocente y espontánea (en todo caso no reprobable) o si, por el contrario, nacía de una manifiesta mala idea (por no decirlo en términos más materiales) y teníamos, por tanto, todo el derecho a sentirnos ofendidos e irritados. La mayoría de la mesa (estábamos cenando y por lo demás opíparamente) nos inclinábamos hacia esta segunda opción.¿Cabe encontrar inocencia en una señora que nos detiene en medio de la calle para alabar la belleza de nuestra hija y que acaba la frase, súbitamente ensombrecida, preocupada, la mirada: "Pero, francamente, no sé a quién habrá salido, porque ni Rafael ni tú valéis nada"? Dicho lo cual, se despide, envuelta en un ostentoso aire de satisfacción, como si sus propias palabras hubieran dado prestancia a sus pasos. Y esta misma señora o una amiga suya u otra que no la conoce en absoluto, detiene a una de nuestras hijas en esta u otra calle y le espeta: "¡Qué bien estás, hija, hay que ver lo guapas que sois... Claro que ahora todas las chicas sois guapas, así, como vais vestidas, enseñándolo todo... La verdad es que a vuestra madre no le habéis llegado ninguna ni a la suela del zapato".

¿Cabe mayor desconcierto? ¿Quién en su sano juicio calificaría de bondadosas a estas señoras? He sabido que, en algunos casos, sus comentarios han producido dolor. A primera vista, parecería que el dolor fuese una reacción exagerada, pero, aunque sea un dolor pequeño y en todo caso superable, no deja de ser dolor, porque la mezquindad, no sólo la crueldad, la maldad a conciencia, es, por desgracia, perfectamente capaz de provocar estas emociones. ¡Ojalá el patrimonio de causar dolor sólo estuviera reservado a las grandes categorías! ¡Cuántos desasosiegos nos ahorraríamos!

Todos podemos preguntarnos por qué las señoras de X, en lugar de las frases citadas, no dicen cosas como: "Hay que ver lo guapa que se ha puesto tu hija. Se parece algo a ti, desde luego. Debes sentirte muy satisfecha, porque no es una chica corriente". O: "Tu madre ha sido una belleza, de esas mujeres irrepetibles. Pero tú estás estupenda, ya lo creo que sí. Y esta ropa te favorece, así enseñas tu cuerpo, que no está nada mal". Si se puede decir al revés, resaltando lo bueno sobre lo malo, si incluso (si es que esta inversión nos resulta empalagosa) se puede decir de forma neutra, sin resaltar una cosa sobre la otra, ¿por qué poner el énfasis en los defectos? ¿No resulta un poco sospechoso? ¿No esconde una molestia inconfesable?

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Estas damas parecen empeñadas en dar fe de su capacidad para detectar los defectos. Y muchas veces se percibe en estos comentarios desagradables (salidos de labios de una dama o de otra persona igualmente respetable) una curiosa e irreprimible rabia, envuelta en la sutil envoltura de la ironía, cuyo origen no acaba de saberse y que debe de encontrarse en profundos estratos de su personalidad o en sucesos desafortunados de su vida privada (o, por el contrario, desmesuradamente afortunados).

Un simple deseo de fastidiar dicta, para mí, esas sentencias impertinentes. Muchas veces, el deseo brota de forma natural de la estupidez, con lo cual jamás sería consciente de la oscuridad que lo impregna, pero ¿lo libera de la culpa?

Resulta en el fondo patético, aunque es poco importante, que estas señoras acartonadas se pavoneen bajo los soportales de la Plaza Mayor de la ciudad dejando caer a diestro y siniestro sus cánones de belleza. Ni siquiera tiene uno el deseo de vengarse de ellas. Sólo me pregunto si en algún momento ellas no se preguntarán por qué tienen, sobre los demás, ese particular ojo crítico para juzgar a sus semejantes.

Pero, a pesar de su insignificancia, estas patéticas damas llevan en sí un pequeño gramo de maldad, y, lo más grave de todo, que no podemos pasar por alto, es que tienen necesidad de arrojarla sobre sus semejantes. Un pequeño e insignificante gramo, desde luego. Pero ninguna luz proviene de la maldad, aunque sea pequeña. La maldad, tarde o temprano, se desacredita a sí misma. Estas damas serán en el futuro un curioso recuerdo.

Pero querría volver un poco sobre la culpa, esa impresión de seguridad total (de total ausencia de culpa) a la que vengo haciendo referencia, tomando como ejemplo a las señoras de X. ¿Qué nos importan, a fin de cuentas, estas señoras? Lo cierto es que si no hablaran de belleza no nos irritarían, no levantarían, incluso, nuestra indignación. Que hablen de lo que quieran, de la carestía de la vida o de la corrupción de los políticos, pero ¡de belleza, no! Ése es un asunto muy delicado. Y muy discutible. Curiosamente, una vez que entra en él, toda persona parece en posesión de la verdad. Pero todos somos presos de nuestro sistema de valores éticos y estéticos. Y es obvio que nuestros juicios están siempre condicionados y que resulta casi imposible hablar de la belleza en abstracto. Para pasar un momento al terreno de la literatura, los famosos casos de los manuscritos rechazados de García Márquez y Doris Lessing demuestran, al menos, la relatividad de dichos juicios. Podrían hacerse muchas pruebas que desmontarían cualquier intento de defensa del monopolio del buen juicio y del buen gusto...

Las personas libres de culpa (no hablo ya sólo de las señoras de X) producen un poco de miedo. Parecen tener las claves del bien y del mal, y una fórmula para detectar los defectos y las virtudes. Se sitúan fuera del juego de la vida, sobre la tarima del juez. ¡Con qué autoridad hablan, qué seguras están de que el sentido del mundo ha sido comprendido por ellas!

Cuando estas personas tan liberadas hablan de belleza el estremecimiento se convierte en horror. Porque en las otras categorías de la vida es posible la discusión, pero en el ámbito de la belleza, ante la incomprensión, sólo cabe el silencio. Como, evidentemente, no se les puede prohibir que hablen de ello y como ya es tarde para emprender una campaña de educación (y en esa tentación no hay que caer, porque las campañas educativas son siempre peligrosas), sólo queda brindar por algo que en definitiva va a suceder: que prevalezca siempre la belleza, la escondida belleza, por encima de los defectos, las impertinencias, las ironías, la envidia, la maldad, la estupidez, la arrogancia, la seguridad. Todo lo más, rezar para que eso se produzca cuanto antes.

es escritora.

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