¿Un Rey mudo?
La vida política española atraviesa hoy por momentos delicados. En apariencia, no se trata de nada grave. Pero, cada vez más, van arraigando modos de conducta y estados colectivos de ánimo que favorecen poco el futuro de nuestra democracia.Los partidos políticos, principales actores de la vida pública, tienden a cerrarse sobre sí mismos y a enzarzarse unos contra otros con acusaciones innumerables que siembran la perplejidad en el electorado. Sus portavoces suelen mostrarse tan inflexibles inquisidores de los vicios ajenos como tolerante s y comprensivos con los propios.
Comisiones y 'peajes'
La denuncia de corrupción se convierte en arma arrojadiza. Aquí, el candidato perdedor en tal Ayuntamiento se envuelve en la clámide de la pureza democrática para denunciar la manipulación del voto por correo, mientras pone punto en boca ante la actividad de su compañero de escaño, recaudador afanoso de comisiones y peajes para su partido en la contratación pública de obras. Más allá se vocifera contra el enriquecimiento torticero y fulminante del hermano, del amigo o del compinche; se condena con indignación el 'fraude del desempleo" y la compra de votos en las zonas rurales y cálidas del latifundio, mientras se hacen oídos de mercader a las no menos indignadas protestas de los adversarios por el cultivo secular del clientelismo devoto en los amenos campos del verde minifundio.
El espectáculo, visto en su conjunto, suscita sonrojo. Y el espectador imparcial, ante tanta acusación cruzada, no llega a saber qué sería peor: que todos los acusadores estuviesen mintiendo o que todos estuvieran diciendo la verdad.
Entre tanto, la sociedad española aparece distanciada de los políticos. Se desentiende de ellos en número creciente. o, como ahora se dice, pasa. Cada vez más, se les concibe como integrantes de un mundo aparte, como una singular Cosa Nostra, con sus inexorables reglas internas de comportamiento, sus sobreentendidos, sus tics y sus vendette.
Abroquelados en sus listas cerradas y bloqueadas, tanto internas como externas, alimentados y sustentados por el erario público, cuando no por arbitrios menos confesables, aparecen distanciados de las preocupaciones ciudadanas.
Los altos índices de abstención en las últimas elecciones municipales y autonómicas apuntan más al desinterés de la ciudadanía que a su satisfacción con la situación presente. Una sensación de bloqueo y de fatalismo parece instalarse en la opinión pública, oscureciendo muchos logros obtenidos en los últimos años de convivencia democrática.
Aliento 'reconstituyente'
En una situación como la descrita, la llamada de atención por parte del Rey alertándonos a reaccionar frente a la "corrupción", la "desidia" y el "movilismo" debería haberse interpretado en positivo como un aliento reconstituyente para nuestro sistema democrático.
Muchos así lo han entendido, y han expresado su propósito de reflexionar sobre el mensaje real. Pero no han faltado quienes se han visto asaltados por dudas metafísicas sobre la procedencia constitucional de este tipo de manifestaciones.
Para estos últimos, el Rey debería abstenerse de todo juicio de valor sobre la vida pública, o sólo podría expresar los propios de su Gobierno. Propugnarían así la figura constitucional de un Rey mudo que no podría manifestar su opinión, sino sólo la de los demás o ninguna.
Creo, sin embargo, que no es éste el dibujo que la Constitución hace de la Corona. El Rey desempeña constitucionalmente un alto papel simbólico, arbitral y moderador. Su magistratura no es puramente protocolaria, vacía o de mera resonancia de opiniones ajenas.
Por supuesto que las convenciones nacidas de la práctica repetida, aceptadas por los demás poderes, van Fijando el perfil constitucional de la Corona. Y es evidente que ni la letra ni el espíritu de la Constitución permitirían tomas de posición públicas como las que en los últimos meses viene manifestando, pongo por caso, el presidente de la República Italiana. No es ésa la función propia de una Monarquía hereditaria, como tampoco la de emitir juicios de valor sobre cualesquiera fuerzas políticas constitucionales, y menos aún apuntar un asomo de crítica sobre el Gobierno.
Pero estos límites indiscutibles, hasta ahora escrupulosamente respetados por la Corona, no configuran institucionalmente un Rey mudo, limitado a salutaciones protocolarias, corte de cintas en inauguraciones diversas y otras liturgias solemnes semejantes.
La práctica y el uso han consolidado en el Rey de España el ejercicio de una auctoritas basada en la defensa de valores concretos; de unos valores que son los que otorgan sentido y autentifican la convivencia democrática.
Cuando el Rey ha defendido, fuera y dentro de España, los valores de la libertad, la igualdad, los derechos fundamentales o la paz, no se ha excedido un punto de sus funciones como Rey constitucional. Tampoco cuando nos ha alertado contra la corrupción, la desidia o el inmovilismo. Justamente porque esos vicios pueden socavar y debilitar nuestra democracia.
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