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El éxito

Recibo, y he leído enseguida, el libro que Vicente Verdú acaba de publicar bajo el título tan sugestivo y prometedor de Exito y fracaso. El sentido de la vida. Me puse a la lectura, debo confesarlo, con cierta mala conciencia; con el sentimiento de haber defraudado a este amigo tan querido cuando, para la elaboración de su proyecto, me preguntó, como a muchos otros supuestos triunfadores, por el secreto de mi éxito en la vida. En aquel momento me quedé un poco estupefacto, sin saber qué contestarle, pues la verdad es que ni tenía la sensación de haber obtenido tal éxito ni jamás se me había ocurrido que uno pudiera plantearse como objetivo de su vida el tener éxito; quiero decir que para mí éste podía ser, si acaso, un resultado más bien accidental y aleatorio. Luego, pensando en ello, y sobre todo ahora, tras la lectura de su libro, caigo en la cuenta de que tal cuestión no es en modo alguno baladí, sino, al contrario, sumamente grave. Y si no lo advertí entonces fue sin duda porque el enfoque con que Verdú la encara es el de un contexto como el de la sociedad actualísima, al que por circunstancias personales soy ajeno y al que sólo tangencial y precariamente pertenezco.Bien considerado, la lucha por prevalecer en el entorno natural es ineludible para todo bicho viviente; es la darwiniana struggle for life. Por supuesto, cada especie biológica emplea para sobrevivir las armas de que la naturaleza le ha dotado, y lo hace de un modo espontáneo, automático pudiera decirse, o, como también se dice, de una manera Instintiva: la acción o la acción adecuada en cada emergencia no es cosa que se haya de premeditar. Pero el automatismo de la acción o reacción apenas puede darse en la desnaturalizada condición humana, y aunque el arcipreste de Hita, citando con socarronería a Aristóteles, atribuyera la conducta de los hombres a dos móviles básicos -mantenencia y fembra placentera-, la variabilidad de las sociedades históricas les impone gran diversidad de estrategias en la guerra de todos contra todos. Quizá en una sociedad razonablemente estable, las pautas de comportamiento en ella vigentes sustituyan para tales efectos a los instintos naturales y permitan actuar al individuo sin un cálculo conscientemente premeditado en la promoción del interés personal; pero cuando tales pautas son tan inciertas como han llegado a serlo hoy, cuando el cambio social es tan rápido que a las generaciones nuevas no les cabe hacer proyectos vitales de largo alcance y la adaptación ha de improvisarse cada día, el cálculo de conveniencias tenderá a manifestarse con indecente cinismo. En una época de intenso cambio, aunque no tan acelerado como el actual, escribió La Bruyére su famoso libro Los caracteres, crítica implacable de los modelos de conducta observados a su alrededor.

Por otra parte, dada la desnaturalizada condición humana, no sólo las sociedades son variables, sino que también los individuos muestran una gran diversidad en cuanto a su estructura psíquica. Dando esto por supuesto, diría yo que, en términos generales, lo que llamamos vocación, combinada con el carácter ingénito y con el azar, configura el destino de cada persona. El éxito de un hombre en la vida no puede tasarse con otro criterio que el de la vocación del sujeto mismo, ni tener otra medida que la de su cumplimiento en la práctica, cumplimiento que constituye la fuente de su felicidad. Tal sería, al respecto, la única referencia razonable, pues la repercusión externa, el reconocimiento ajeno, el renombre, constituirá si acaso y a lo sumo un síntoma del éxito alcanzado en la realización del propio destino, y bien podemos imaginar que algún que otro individual destino deba cumplirse eventualmente en un desarrollo de la intimidad; que la vocación de tal o cual persona la incline a una vida recatada, en cuyo caso particular una fortuita irrupción de la fama resultaría no sólo inconveniente, no sólo un verdadero fastidio, sino incluso una amenaza.

Esto, como digo, en términos generales. Pero ciertamente en el panorama de una sociedad que se transforma con tanta rapidez como la nuestra, donde las pautas de conducta se han hecho tan dudosas y muy inciertas las perspectivas que al individuo se le ofrecen para orientar el proyecto de su propia existencia, la lucha por afirmarse frente a los demás adquiere aspectos de despiadada brutalidad, dando lugar a lo que en inglés suele denominarse carrera de ratas, y en español, pelea de perros. Tal es el espectáculo que con inocultable consternación denuncia en su libro Vicente Verdú. Su sensibilidad se resiente ante la crudeza de una dura competencia sin escrúpulos ni miramientos, donde lo único que parece contar es el éxito a todo trance. Con lo cual el éxito, en lugar de venir como la deseable consecuencia accidental de una vida llena de sentido, pasa a convertirse en la finalidad última de una existencia vacía de contenido sustancial.

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Sin duda, en ese espectáculo que tanto aflige a nuestro escritor se destacan y llaman la atención grandes rasgos comunes que, en efecto, son aquellos que trazan la fisonomía de una época histórica, aun cuando en ellos no se agote la compleja diversidad de la realidad humana que recubren. Ellos son, sin embargo, los que sociológicamente pueden definirla. Y todavía, si se quisiera, cabría agregar al cuadro algunas puntualizaciones, que desde luego están implícitas en el libro inspirador de estos comentarios. Habría que precisar, por ejemplo, en qué consiste concretamente para el común de las gentes el éxito en esta nuestra sociedad actual. Consiste, como siempre ha consistido, en conseguir fama, podría ser la inmediata respuesta. Subrayaba Unamuno que Dios hizo el mundo, y así lo declara la doctrina cristiana, para hacerse célebre. Pero si el creyente canta la excelsitud del Creador, o si lo normal es que la clientela celebre las destrezas del cirujano o del abogado, hoy nos encontramos ante el hecho no poco asombroso de que muchas veces la fama carece en absoluto de base, o incluso está basada en la infamia. Lo que ahora importa -según parece, y en eso consiste el éxito- es que el nombre y, sobre todo, la estampa flisica del triunfador sea de conocimiefito público, aun cuando este conocimiento tenga su origen en la proclamación de hazañas criminosas o en el alarde reiterado de gestos histriónicos y comportamientos chocantes. Los ejemplos acuden sin duda a todas las mentes con sólo enunciar el hecho, pero hay más. Se da también el caso extremo de personajes famosos que ni siquiera han hecho nada para recabar la publicidad de que son objeto; de que nadie, ni ellos mismos, podrían decir por qué lo son. Las conocidas boutades de un Andy Warhol -para no citar más nombre que el de alguien ajeno, distante y ya muerto- lo expresan bien: lo único que de estos famosos se conoce es... que son conocidos. Su éxito en estado puro: éxito al vacío.

Francisco Ayala es escritor y miembro de la Real Academia Española.

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