Dos años después
EL PRÓXIMO miércoles día 19 se cumplirán dos años de la incorporación de la peseta al Sistema Monetario Europeo (SME). Una decisión de gran trascendencia que aumentó la credibilidad de la vocación antiinflacionista de las autoridades españolas al tiempo que mostraba claramente las limitaciones de la política monetaria, única decididamente coherente con ese empeño.El compromiso de limitar la fluctuación del tipo de cambio de nuestra moneda frente a las más importantes de la Comunidad obligaba a diversificar las actuaciones para conseguir una tasa de inflación más próxima a la de aquellos países, como Alemania y Francia, con más peso específico en ese acuerdo cambiarlo. Es decir, había llegado la hora de la política presupuestaria y, muy especialmente, de las actuaciones sobre aquellos sectores económicos cuyas deficiencias estructurales y la ausencia de competencia exterior amparaban una inflación muy superior a la del resto de la economía.
Pero, lejos de instrumentarse ese relevo, la política monetaria siguió constituyendo la única terapia antiinflacionista, reforzada en sus pretensiones por la aplicación, desde julio de 1989, de excepcionales medidas de racionamiento crediticio. El resultado no podía ser otro que el mantenimiento de tipos de interés sobre los activos financieros en pesetas significativamente superiores a los del resto de los países del SME, que hicieron de la peseta la moneda más fuerte de Europa. Menos evidente ha sido, sin embargo, la reducción de la inflación o su convergencia con la del núcleo fundamental del mencionado Sistema Monetario Europeo; las variaciones del índice de precios al consumo (IPC) en los últimos meses dan sobrada prueba de ello al tiempo que ponen de manifiesto las dificultades para alcanzar la tasa prevista por el Gobierno al término de este año.
El reconocimiento expreso de esas limitaciones de la política monetaria, la necesidad de aproximar en mayor medida nuestros tipos de interés a los vigentes en Europa, de reducir las perturbaciones introducidas por nuestra moneda en la disciplina del SME y, en definitiva, la persistencia de una tasa de inflación fuertemente condicionada por las variaciones en los precios de esos sectores protegidos de la competencia exterior han determinado la elaboración de ese plan de competitividad que el Gobierno ha presentado esta semana en el Congreso. Una respuesta no por tardía menos necesaria para dotar a la economía española de las condiciones de competencia que minimicen el impacto del mercado único y le permitan asumir la transición a la unión económica y monetaria en condiciones similares y al mismo ritmo que el de los países centrales de la CE. De ahí que sorprenda el modo de proponer una negociación necesaria con expresas amenazas impositivas en el caso de no ser aceptada.
De los dos bloques claramente diferenciados en que se articulan las propuestas de ese plan, las destinadas a moderar el crecimiento de los salarios y la distribución de los beneficios empresariales hacen aconsejable la existencia de un acuerdo con los respectivos agentes perceptores de las mismas. Limitar el crecimiento de los salarios nominales y de los costes laborales unitarios a las correspondientes variaciones de los países con los que competimos es un propósito razonable, tanto más si quedan garantizados mecanismos de revisión de esas rentas que eviten el deterioro de su capacidad adquisitiva al que una inflación excesiva pueda someterlos. Su importancia en la contención de la inflación y el esfuerzo relativo de sus perceptores no es equiparable a las limitaciones que puedan establecerse sobre la distribución de dividendos, más aún si éstas se apoyan en incentivos fiscales.
Esa vinculación entre salarios reales y productividad que el Gobierno propone no sería, en cualquier caso, la única garantía de la competitividad pretendida. Lamentablemente, la capacidad de las empresas españolas para competir con las de los países con los que se pretende estrechar el diferencial de inflación está ampliamente condicionada por no pocas deficiencias básicas en el funcionamiento de nuestro sistema económico; su eliminación no depende tanto de las variaciones de los salarios ni de las rigideces del mercado de trabajo como de la voluntad de las autoridades económicas por afrontar actuaciones más particularizadas sectorialmente, menos vistosas y cómodas que las políticas de demanda hasta ahora ensayadas. Una conclusión, en definitiva, no muy distinta a la que se podía haber alcanzado hace dos años y, en todo caso, necesaria entonces para asumir esa homologación con todas las consecuencias de política económica asociadas a la misma.
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