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El comisario de Happaranda

Julio Llamazares

Hace tres años, viajando por Suecia, fui a caer una mañana en Happaranda, una pequeña ciudad costera del mar Báltico y fronteriza con Finlandia, de la que sólo la separa el cauce Impetuoso del río Torneo. Mientras desayunaba en un café, me entretuve en hojear el periódico local, un mínimo diario de nombre impronunciable: el Norbottenskuriren. La noticia más importante ocurrida el día anterior en la ciudad, y que ocupaba enteramente la portada, era que el único preso que había en el calabozo de la comisaría de policía de Happaranda había huido por debajo de la puerta aprovechando un descuido del comisario. El huido, sin embargo, era educado. Desde Torneo, al otro lado de la frontera, había llamado al comisario por teléfono para comunicarle su situación y para pedirle excusas por habérsele fugado. Pese a ello, el comisario estaba enfadado. A preguntas del periodista, aquel hombre rubicundo y bonachón, con cara de apicultor o de pescador de caña, se quejaba amargamente de su suerte y confesaba que, cuando habló con el preso, lo único que le preguntó era si tan mal le había tratado durante su estancia en el calabozo como para que le jugase esa mala pasada.En España, al parecer, hay algunos que pretenden que nuestros policías sean suecos, y que actúen como tales, sin reparar en que nuestros delincuentes no son precisamente escandinavos. Y no me refiero tanto a esos viejos progresistas que todavía siguen pensando -no sin razón, ciertamente, aunque no en todos los casos- que el delincuente no es más que el fruto de la injusticia y de las desigualdades (lo que no impide, no obstante, que, mientras éstas se arreglan, uno aspire a que una noche no le claven la navaja) como a los iluminados que exigen rectitud ilimitada en la actuación de la policía, pero que cierran los ojos ante la de sus contrarios. Las manifestaciones de estos días de algunos dirigentes de HB, calificando de venganza policial la muerte de dos etarras que, a su vez, habían matado el día anterior a 10 personas (varios niños incluidos) en un salvaje atentado, serían un buen ejemplo de lo que les estoy contando.

Nunca he entendido muy bien cómo se puede llegar a ese estado de bondad intelectual que permite considerar luchadores por la paz a quienes introducen en el patio de un cuartel un coche bomba cuando hay más niños jugando, mientras que a los guardias que los detienen o, en el enfrentamiento con ellos, los matan se les llama justicieros con sed de sangre y venganza, sin reconocer siquiera que, al menos en este caso, si los guardias civiles hubiesen actuado de ese modo, no sólo habrían matado a los dos dirigentes, sino a todos los miembros del comando. Entiendo, sí, que alguien pretenda la independencia de su país, que dedique toda su vida y su bienestar a ello, y -aunque yo no lo comparta- que incluso, en ese objetivo, elija la lucha armada. Pero lo que no puedo entender es que, una vez tomado ese camino, espere que sus enemigos vayan a actuar con él como si fueran sus madres. Y no lo digo tanto desde la óptica españolista (es decir, desde la de los pobres hombres que no tuvimos la suerte de nacer en el País Vasco) como desde la perspectiva de los propios abertzales. Porque, una de dos: si, como ellos mismos pretenden, esto es un western sangriento en el que hay buenos y malos, lógico es que unos y otros se comporten como tales, y si, por el contrario, como también ellos dicen, esto no es una película, sino una guerra entre dos ejércitos, el español y el vasco, ¿por qué imaginar entonces que uno de los dos ejércitos no va a utilizar las armas?

Aun así, cada vez que se produce la muerte de un etarra, los dirigentes de HB ponen el grito en el cielo y convocan una huelga general en el País Vasco. Lo mismo da que el etarra haya muerto, como Arregui, torturado en un calabozo (supuesto este, por cierto, como otros parecidos, que muchos españolistas también hemos condenado) que como resultado de la explosión del artefacto que preparaba. Es decir: como si la policía fuera culpable lo mismo de la muerte por torturas de un detenido en sus calabozos que del fallo de una bomba preparada justamente contra ella y aun de la propia impericia del que la manipulaba. De lo que se deduce, pues, que, o bien HB pretende que sólo los buenos puedan hacer uso de sus armas (lo cual no se corresponde ni con la lógica ética ni con la cinematográfica: en ninguna película, que yo sepa, el bueno es el único que dispara, y mucho menos a traición y por la espalda), o bien que ni ellos se creen su dudosa teoría de que esto es una guerra entre dos ejércitos nacionales. ¿O es que alguien se imagina, por ejemplo, que, en Irak, cada vez que a un soldado iraquí le explotase una granada entre las manos, convocasen una huelga general para protestar por la crueldad y la política represora de las fuerzas multinacionales?

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Así pues, sólo me cabe pensar que lo que HB pretende, a juzgar por sus declaraciones y comunicados, es que la policía española sea como la de Happaranda: un cuerpo de funcionarios bonachones y simpáticos que, en lugar de metralletas, lleve porras y trate a los detenidos como si fueran sus padres. No estaría mal, la verdad, y yo ahora mismo firmaba. Pero, para eso, haría falta también que los etarras fueran suecos, lo que, de momento al menos, no parece interesarles. Así las cosas, y mientras eso no ocurra, lo que éstos pueden pedir, porque la ley les ampara, es su estricto cumplimiento policial y que nadie se tome la justicia por su mano (cosa que yo también pido, aunque, en mi caso, a ambos bandos). Pero exigirle a la policía que se comporte con ETA con modales exquisitos mientras ETA hace con ellos justamente lo contrario es tanto como querer que, además de hacer de blanco, sonrían y sean amables. En castellano de calle, que, encima de hacer de putas, pongan la cama.

Julio Llamazares es escritor.

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