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'Bonsais' y demasiadas penalidades

Ha habido mucho comentario irónico en el país a propósito de la demostración que ha hecho el presidente del Gobierno, González, de su afición al cultivo de los bonsais en su viaje a Japón. Por mi parte, considero que la afición es legítima, e incluso encomiable. Sugiere curiosidad por costumbres lejanas. Lo que en un predio como éste, donde todavía tantos se guardan tanto de no salirse de la línea, resulta casi ejemplar.Tampoco es absurda su afirmación de que su afición al bonsai sirve a los intereses del país. A veces los gestos son tan importantes como los actos. Y gestos así simbolizan respeto, voluntad de entendimiento y simpatía por las gentes de otros países: en este caso, gentes apenas conocidas aquí, y sin embargo, cada vez más importantes en el mundo.

Si los gestos quedan en gestos son, en cambio, poca cosa. Y es en el intento de ir más allá de los gestos cuando empezamos a encontrar dificultades. Porque los actos que deberían seguir a los gestos son difíciles de realizar.

Quizá el acto por donde deberíamos comenzar sería el de aprender algunas cosas de la experiencia de los japoneses. Yo creo que hay muchas que aprender (y, por supuesto, puede haber otras que rechazar), pero me limitaré ahora a dos de ellas.

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La primera es que los japoneses comprendieron muy pronto que para tener (o volver a tener) una presencia importante en el mundo había que comenzar por los cimientos. No recorriendo el mundo con la buena nueva de cuán importantes somos. Sino construyendo un país. Para eso, entre otras cosas, había que construir empresas que se atrevieran a competir en el mundo exterior, que se organizaran internamente de modo que la mayor parte de la gente se sintiera bien en ellas, y que tuvieran un horizonte temporal de largo plazo.

Con dificultades, a tientas, echando mano de sus tradiciones locales, los japoneses han ido construyendo su país de ese modo. Y ahora, o desde hace ya algún tiempo, tienen los recursos económicos, de organización y de capacidad de liderazgo que les permiten desempeñar un papel determinante en el mundo. Y los occidentales, que contemplaron entre indiferentes, condescendientes e irónicos sus primeros pasos, ahora se asombran.

Probablemente, la clave de lo ocurrido estriba en la decisión de competir en el mundo exterior. Porque esto obliga a experimentar y revisar incesantemente las instituciones propias. Por esto es tan peligroso construir una Europa fortaleza donde, bajo pretexto de europeísmo, y jugando a veces apenas veladamente con los instintos xenofóbicos de una parte de la población, una colusión de empresarios y sindicatos, y sus representantes políticos, pretende retrasar indefinidamente la hora de la verdad de la competencia mundial y sostener el statu quo.

En el caso de España, ese statu quo es muy poco ejemplar. Primero, porque es el statu quo de una organización rudimentaria de la vida económica. Donde muchas empresas y organizaciones (económicas o no) todavía funcionan con estructuras autoritarias, generadoras de poca confianza, incapaces de movilizar la activación, los sentimientos de solidaridad y de ambición personal (que, contra lo que algunos piensan, no son en modo alguno necesariamente incompatibles) de sus gentes. Simplemente por incompetencia y por miedo. Y donde muchos sindicalistas siguen empeñados en dar las batallas de hace 30 años.

Segundo, porque es el statu quo de un país que está dispuesto, al parecer, a no enfrentarse jamás con el problema de su política de recursos humanos. No es un problema fácil, porque con ello me refiero a investigación científica y educación superior, formación profesional y desarrollo de la capacidad organizativa, y de instituciones de debate público en el país. Pero en estas materias hemos permitido entre todos, Gobierno y, por supuesto, no Gobierno, que se establezca una tradición que cabe llamar de pura imagen y parche permanente. Se caracteriza por la búsqueda del efecto inmediato y la obsesión de intentar quedar bien en un medio cerrado de gentes que discriminan poco, y en el fondo se interesan menos por estos asuntos. De aquí el empezar y no seguir, el arrancar por el tejado sin poner cimientos y el mezclar sistemáticamente declaraciones grandilocuentes con actos endebles. A veces por falta de aliento y a veces por exceso de suspicacia y de deseos de controlar lo que todavía no existe.

Pero si de verdad los españoles hemos decidido articular coherentemente nuestra doble identidad de españoles europeístas y de españoles españolistas, lo único que nos queda es jugar lealmente a la creación de Europa, y al mismo tiempo tratar de construir nuestro propio país de manera que cuente en Europa. Que no sea el objeto pasivo de sus inversiones, de su turismo, de sus decisiones políticas o de su ciencia. Y para esto hace falta justamente plantearse el problema de la organización de nuestra vida económica (y social y cultural), y de nuestra política de recursos humanos. Porque es ahí donde se decide la cuestión.

Pero no sólo ahí. La segunda enseñanza que nos brindan los japoneses, a mi juicio, consiste en lo que parece ser su capacidad para superar penalidades quejándose poco de ellas. Se comprometieron en una guerra atroz, lo que supone responsabilidades morales y problemas emocionales de los que ni han salido ni saldrán fácilmente. Sufrieron en su carne dos bombas atómicas. Han tenido que trabajar muchísimo y durante mucho tiempo en un medio que no les ha facilitado demasiado las cosas, y sigue sin facilitárselo.

Para nosotros, lo que de aquí tenemos que aprender debería ser obvio. Este país entretiene un clima moral y emocional de demasiadas penalidades sin tantos motivos. Cede demasiado fácilmente a la tentación de la queja. Pero la queja es a veces la coartada para la pequeña maldad compensatoria. Algo así como decir: me han hecho tantas cosas que puedo justificarme ahora ser mezquino.

La queja puede ser también la coartada para no responder a un problema con una decisión. Con esto lo que se consigue es generar un ambiente de indecisiones. Las gentes que se transmiten las quejas pueden acostumbrarse a no resolver los problemas; y acabar pensando que lo normal es vivir en un mundo donde los problemas nunca se resuelven. Se desahogan, dicen. También lo que hacen es generar impotencia a su alrededor. Van echando arena en los mecanismos de la vida, por así decirlo. Para que rueden más despacio, más torpemente. Y viéndose vivir así unos a otros, acaban resintiéndose cuando ven los intentos de vivir de otra forma.

Con esto, el país que se va construyendo es un país de apresuramientos y de gentes que, con todo lo que denuncian y se indignan, son en el fondo gentes quejosas e indecisas. Que nadie sabe cómo sabrán defenderse de gentes más enérgicas y menos quejumbrosas, que vengan de allende los Pirineos o de allende los mares. Si no es por el procedimiento de someterse y continuar quejándose. Salvo que quieran cambiar un poco.

Víctor Pérez Díaz es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense y director del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March.

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