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Tribuna
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Recuento

De nuevo ella y yo coincídimos bajo las bóvedas góticas de una iglesia y nos saludamos con esa sonrisa de luto con la que se cubren las palabras de colores. En Barcelona se nos ha muerto un concejal querido y entrañable, y habíamos traído nuestras biografías junto al cadáver para recordarle y recordamos. Se llamaba Josep María Serra, y era de esos hombres que dignífican la política que otros envilecen. Administró durante muchos años el urbanismo de una ciudad que últimamente registra la tasa de cemento per cápita más alta del planeta, y lo hizo con la pulcritud y el rigor de los que entienden la política como el arte de crear bienestar para la gente en vez de que la gente contribuya al bienestar del político. La iglesia estaba llena de silencios adversarios. Hace apenas dos semanas se habían llamado de todo y ahora reflexionaban sobre la precariedad de los insultos y la levedad de los cuerpos. Tal vez vivir no es otra cosa que ese constante jugar a la gallinita ciega de la muerte. También yo llegué a pensar que era eterna", dijo ella. "Y aquí estamos, viéndonos envejecer en los entierros". La miré más allá de los años y pensé que la vida es una piel de mujer recuperada entre los maquillajes, ese segundo sobrero de la mano sobre la mano, esa mirada mantenida que ahorra el tedio de ponerse a contar tantas caricias erróneas y tantos entusiasmos sintéticos. Durante muchos años los funerales fueron actos propios de una sociedad adulta y seria que pretendía gestionar nuestro futuro, y ahora, a punto del entreacto de los años, se han convertido en el delicado momento del recuento. Mueren padres y mentores, caen las primeras novias bajo las ruedas de los camiones o se enganchan en las telarañas asépticas de los hospitales. Nos quedamos sin anclajes y nos reconocemos como globos entre las bóvedas góticas, siempre rozando aristas afiladas y dientes de murciélago.

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