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El nacionalismo y la utopía

Mario Vargas Llosa

Un tema recurrente en la colección de ensayos que acaba de publicar sir Isaiah Berlin -The crooked timber of humanity: chaters in the historie of ideas (London, John Murray, 1990)- es de quemante actualidad: el nacionalismo. Conciencia de lo histórico, fervor regional y paisajístico, defensa de la tradición, la lengua y las costumbres propias y máscara ideológica del chovinismo, la xenofobia, el racismo y los dogmatismos religiosos, el nacionalismo será, qué duda cabe, la gran fuerza política que resistirá en los próximos años a la internacionalización de la vida y la economía que ha traído consigo el desarrollo de la civilización industrial y de la cultura democrática.¿Cómo y dónde nació esta ideología que rivaliza con la intolerancia religiosa y los extremismos revolucionarios en haber provocado las peores guerras y cataclismos sociales de la historia? Según el viejo y sabio profesor, vino al mundo como una respuesta, al principio benigna, a los sueños utópicos de la sociedad perfecta -aquella que existió en una edad de oro antiquísima o la que se construirá en el futuro de acuerdo a la razón y la ciencia-, una de las constantes más tenaces en la historia de Occidente.

Un Filósofo e historiador napolitano revolucionó en el siglo XVIII la creencia que hacía de Roma y Grecia una suerte de paradigma inmóvil de la evolución humana, al que habrían ido acercándose todas las culturas anteriores a medida que dejaban atrás la superstición y la barbarie y al que deberían tomar como modelo las que, luego de la disolución del Imperio latino, habían ido surgiendo de sus ruinas y representaban una humanidad en decadencia. En su Scienza nuova, Giambattista Vico dice que aquello no es verdad. Que la historia es movimiento y que a cada época corresponde cierta forma única de sociedad, de pensamiento, de creencias y costumbres, de religión y de moral, a la que sólo se puede entender cabalmente en sus propios términos, añadiendo a la investigación documental y arqueológica ese movimiento espiritual de simpatía y vuelo imaginativo que él reclama del auténtico historiador y que llama fantasía. De este modo, Vico dio un severo revés a la visión etnocéntrica de la evolución humana y echó las bases de una concepción relativista y plural dentro de la que todas las culturas, razas y sociedades tienen derecho a la misma con sideración.

Pero la verdadera cuna del nacionalismo moderno es Alemania y su progenitor intelectual Johann Gottfried Herder. La utopía contra la que éste reacciona no es la de un mundo remoto, sino de actualidad arrolladora, esa Revolución Francesa, hija de los phílosophes y de la guillotina, cuyos ejércitos avanzan por todo el continente, nivelándolo e integrándolo bajo el peso de unas mismas leyes, ideas y valores que se proclaman superiores y universales, portaestandartes de una civilización que pronto. abarcará el planeta entero. Contra esa perspectiva de un mundo uniforme, que hablaría francés y estaría organizado según los principios fríos y abstractos del racionalismo, levanta Herder su pequeña ciudadela hecha de sangre, tierra y lengua: das Volk.

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Su defensa de lo particular, de las costumbres y las tradiciones locales, del derecho de cada pueblo a que se reconozca su idiosincrasia y se respete su identidad, tiene un signo positivo, nada racista ni discriminatorio -como lo tendrán después estas ideas en un Ficlite, por ejemplo-, y ella puede interpretarse como una muy humana y progresista reivindicación de las sociedades pequenas y débiles frente a las poderosas, animadas de designios imperiales. Por lo demás, el nacionalismo de Herder es ecuménico; su ideal, el de un mundo diverso, en el que coexistan, sin jerarquías ni prejuicios, como en un mosaico cultural, todas las ex.presiones lingüísticas, folclóricas y étnicas de ese arco iris que es la humanidad.

Pero estas ideas desapasionadas, bienhechoras, se cargan de violencia cuando caen en un campo abonado por el resentimiento y los complejos del orgullo nacional herido y, sobre todo, cuando las exacerba el ir racionalismo romántico. Según Berlin, el romanticismo es una demorada rebelión contra las humillaciones infligidas por los ejércitos de Richelieu y Luis XIV al pueblo alemán, cuyo renacimiento protestante, en el Norte, se vio trabado por efecto de aquella intervención.

De otro lado, los empeños modernizadores de Federico el Grande, en Prusia, que importó para ello a funcionarios franceses, incubaron también en las gentes una sorda hostilidad contra esa Francia despectiva y soberbia, que se veía a sí misma como parangón de inteligencia y de gusto, y un rechazo a todo lo que venía de ella, en especial las ideas de la Ilustración.

Con su exaltación del individuo, delo histórico y lo nativo en contra de la filosofia universalista e intemporal del Siglo de las Luces, el movimiento romántico dio un formidable impulso al nacionalismo. Lo vistió de imágenes multicolores y exaltantes, lo dotó de una retórica febril y lo puso al alcance de grandes públicos, a través de dramas, poemas y novelas que hundían sus raíces en lo más pintoresco y sensitivo de las tradiciones locales. De la afirmación de lo propio se pasaría luego al rechazo y menosprecio de lo ajeno. De la defensa de la singularidad alemana, a la de la superioridad del pueblo alemán -léase ruso, francés o anglosajón- y a una misión histórica que por motivos raciales, religiosos, políticos, le habría tocado cumplir frente.a los demás pueblos del mundo, y a la que éstos no tendrían otra alternativa que resignarse o ser castigados si se resistían a ella. Ése es el camino que conducirá a las grandes hecatombes del catorce y del treinta y nueve. Y también el que llevaría a América Latina a mantener la absurda balcanización colonial y a desangrarse en guerras internas, por preservar o modificar unos linderos que en todos los casos obedecían al puro artificio, sin el menor soporte étnico, geográfico o tradicional.

La tesis de sir Isaiah Berlin, ipagníficamente sustentada una y otra vez en los ocho ensayos recopilados en este libro (por Henry Hardy, a quien hay que agradecer que la vasta obra del profesor letón no haya quedado dispersa en una miríada de revistas académicas), según la cual el nacionalismo es una doctrina o estado de ánimo, o ambas cosas, que nace como reacción a la utopía de la sociedad universal y perfecta, debería tal vez completarse con esta atingencia: que el nacionalismo es también una utopía. No menos irreal ni artificiosa que aquellas que proponen la socie-

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El nacionalismo y la utopía

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dad sin clases, la república de los justos, la de la raza pura o la de la verdad revelada.

La idea misma de nación es falaz, si se la concibe como expresión de algo homogéneo y perenne, una totalidad humana en la que lengua, tradición, hábitos, maneras, creencias y valores compartidos configurarían una personalidad colectiva nítidamente diferenciada de las de otros pueblos. En este sentido no existen ni han existido nunca naciones en el mundo. Las que más se acercan a, este quimérico modelo son, en verdad, sociedades arcaicas y algo bárbaras a las que el despotismo y el aislamiento han mantenido fuera de la modernidad y, casi, de la historia.

Todas las otras son apenas un marco donde conviven diferentes y encontradas maneras de ser, de hablar, de creer, de pensar, que tienen que ver cada vez más con el oficio que se practica, la vocación que se ha elegido, la cultura que se recibió, la creencia que se asume, es decir, con una elección individual, y cada vez menos con la tradición o familia o medio lingüístico dentro del que se nació. Ni siquiera la lengua, acaso la más genuina de las señas de identidad social, establece hoy una característica que se confunda con la de la nación. Pues en casi todas las naciones se hablan distintas lenguas -aunque una de ellas sea la oficial- y porque, con excepción de muy pocas, casi todas las lenguas desbordan las fronteras nacionales y trazan su propia geografía sobre la topografía del mundo.

No hay nación que resultara del desenvolvimiento natural y espontáneo de un grupo étnico o de una religión o de una tradición cultural. Todas nacieron de la arbitrariedad política, del despojo o las intrigas imperiales, de crudos intereses económicos, de la fuerza bruta conjugada con el azar, y todas ellas, aun las más antiguas y prestigiosas, levantan sus fronteras sobre un campo siniestro de culturas arrasadas o reprimidas o fragmentadas, y de pueblos integrados y mezclados a la mala, por obra de las guerras, las, luchas religiosas o la mera necesidad de sobrevivir. Toda nación es una mentira a la que el tiempo y la historia han ido -como a los viejos mitos y a las leyendas clásicas- fraguando una apariencia de verdad.

Pero es cierto que las grandes utopías modernas -la marxista y la nazi, que se propusieron, ambas, borrar las fronteras y reordenar el mundo- resultaron todavía más frágiles y perecederas. Lo vemos sobre todo en estos días, los del rápido desplome del totalitarismo soviético, cuando el nacionalismo renace de las cenizas que se creían apagadas en los países que aquél sometió y amenaza con convertirse en el gran aglutinante ideológico de los pueblos que van recobrando su soberanía.

Conviene, por eso, en este umbral de una nueva etapa de la historia, recordar que el nacionalismo no está menos reñido con la cultura democrática que el totalitarismo, aunque lo esté de otra manera. Y, para comprobarlo, nada mejor que el espléndido ensayo que en este libro dedica sir Isaiah Berlin a Joseph de Maistre, el reaccionario por antonomasia y padre de todos los nacionalismos, en quien ve, con argumentos impecables, no, como se acostumbraba decir, un retrógrado, un pensador de espaldas a su tiempo, sino más bien un terrible visionario y profeta de los apocalipsis oscurantistas que sufriría Europa en el siglo XX.

El nacionalismo es la cultura del inculto, la religión del espíritu de campanario y una cortina de humo detrás de la cual anidan el prejuicio, la violencia y a menudo el racismo. Porque la raíz profunda de todo nacionalismo es la convicción de que formar parte de una determinada nación constituye un atributo, algo que distingue y confiere una cierta esencia compartida con otros seres igualmente privilegiados por un destino semejante, una condición que inevitablemente establece una diferencia -una jerarquía- con los demás. Nada más fácil que agitar el argumento nacionalista para arrebatar a una multitud, sobre todo si es pobre e inculta y hay en ella resentimiento, cólera y ansias de desfogar en algo, en alguien, la amargura y la frustración. Nada como los grandes fuegos artificiales del nacionalismo para distraerla de sus verdaderos problemas, para cerrarle los ojos sobre sus verdaderos explotadores, para crear la ilusión de una unidad entre esclavos y verdugos. No es casual que sea el nacionalismo la ideología más sólida y extendida en el llamado tercer mundo.

Pese a ello, lo cierto es que nuestra época está viviendo también, al mismo tiempo que la disolución de la utopía colectivista, la lenta delicuescencia de las naciones, la discreta evaporación de las fronteras. No por obra de una ofensiva ideológica, de un nuevo asalto utópico, sino a consecuencia de una evolución del comercio. y la empresa que han ido creciendo hasta hacer estallar silenciosamente las fronteras nacionales. La flexibilidad y naturaleza maleable de las sociedades democráticas han ido permitiendo aquella internacionalización de los mercados, de los capitales, de las técnicas, el surgimiento de esos grandes conglomerados industriales y financieros que rebalsan países y continentes. Y, como secuela de todo ello, han prosperado las iniciativas de integración económica y política que, en Europa, en América y en el Asia, comienzan a trastornar la cara del planeta.

Esta internacionalización generalizada de la vida es, acaso, lo mejor que le ha pasado al mundo hasta ahora. O, para ser más precisos, pues la progresión hacia esa meta no es irreversible -los nacionalismos la pueden atajar-, lo mejor que le podría pasar. Gracias a ella, los países pobres pueden dejar de serlo, insertándose en aquellos mercados donde siempre podrán sacar provecho de sus ventajas comparativas, y los países prósperos alcanzar nuevos niveles de desarrollo tecnológico y científico. Y, más,importante aún, la cultura democrática -la del individuo soberano, la de la sociedad civil y pluralista, la de los derechos humanos y el mercado libre, la de la empresa privada y el derecho de crítica, la de la descentralización, del poder- irse profundizando donde ya existe y extendiéndose a los países donde es todavía caricatura o simple aspiración.

¿Hay en todo esto cierto retintín utópico? Desde luego. Y es cierto que, aun en el mejor de los casos, se trata de una posibilidad lejana, que no se concretará sin retrocesos ni reveses. Pero, por primera vez, está ahí, delante de nosotros. Y de nosotros depende que sea realidad o desaparezca como un fuego fatuo.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1991.

Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1991.

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