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El poder y sus emanaciones

Un pueblo primitivo, creo que de Oceanía, ha encontrado, en un momento de su historia, un movimiento colectivo de espera y de esperanza en el príncipe Felipe de Inglaterra. Le pidieron su retrato, que tienen en lugar destacado en su aldea, alimentando el respeto de todos y el deseo de que vuelva un día a ellos, iluminador y mesias.Acaso todos los días miran el horizonte luminoso o, por la noche, exploran las piedras preciosas del cielo esperando verle llegar en una nave o en un aeroplano, o incluso en una de esas islas navegantes de las que nos habla Alvaro Cunqueiro.

La anécdota, sacada de ese puente entre el ayer y el mañana que llamamos impropiamente la actualidad (pues el ayer pasa tan vertiginosamente sobre el presente que casi inmediatamente es mañana), es todo un símbolo de la relación entre el político y el público.

El hombre, cuando entra en política, se encapsula en un lugar que no se sabe muy bien dónde está, y desde allí construye unas salidas hacia el exterior para que los otros le vean esporádicamente.

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Varios son los estímulos que llegan a la sociedad de este político que un día desapareció de la calle, del patio de vecindad, del autobús, perdiéndose tras la cortina de vigilantes, coches oficiales y despachos casi inaccesibles. Noticias de este político llegan por la parte que le corresponde en la acción política, legislativa y ejecutiva. Pero hay otras vías: por el espectral rectángulo del televisor aparece su faz, en las páginas de las revistas de la actualidad amorosa también llegan pequeñas crónicas de sus movimientos. en alguno de los centros de encuentro que tiene la ciudad -a los que "todos acabamos llegando", como decía Martín Santos- puede, aunque no muy probablemente, encontrársele.

Pareciera como si antes incluso de coger el mando el político elaborara, junto a su trinchera, la zona franca para llegar, de forma fugaz pero clara, al medio social.

Al mismo tiempo hay, por decirlo así, una movilización general de gentes interesadas en acecharle, criticarle, interpretar sus ambigüedades, dar respuesta a sus silencios, preguntarse por el sentido último de sus voces y de sus ecos. Flujo éste infatigable y fatigosísimo entre el político y los otros; movimiento de ida y vuelta que es como un bumerán de información muy poco interesante, pero que, por razones misteriosas, debe ser inevitable.

La psicología del político, como la atracción que ejerce el poder, es un asunto del que se habla y escribe mucho, pero del que quizá se sabe poco. Es sorprendente además, que resulte muy difícil decir algo nuevo.

En el fondo planea sobre estas cuestiones el pesado pájaro del aburrimiento. "Cuesta trabajo", decía Thomas Mano del aburrimiento, "cómo el ser humano se puede ocupar de cosas tan pequeñas". ¿Tan pequeñas? Quizá no lo sean. Lo que nos llega del político, esos informes sutiles que llegan de su pensamiento y de su hacer, pueden tener importancia grande en orden a la dinámica misma de la estructura del poder. En rigor, si el político, desde su destierro de las cosas, desde su otra orilla, no nos enviara mensaje alguno, nos envolvería un vacío no fácilmente soportable.

Vienen al recuerdo dos grandes estampas del poder, escritas, una de ellas, por el hermético y todavía por explorar Kafka, y la otra, por un poderoso escritor español, Francisco Ayala. Sus investigaciones pueden alumbrar estas reflexiones. En su castillo, Kafka describe a su personaje, K., apresado en las nieves depresivas de una aldea imposible; buscando, primero racionalmente, después con el desgarro de la desesperación, a un jefe supremo, terrible e ignoto: Klamm. Cuando, en uno de los actos amorosos más bellos que se han escrito, la amante de Klamm, con quien K. acaba de fundirse, aporrea su puerta gritándole: "Estoy con él, estoy con él", aquél no responde más que con un absoluto silencio. A lo largo de la novela, en ningún momento Klamm se hace visible. En El hechizado, Francisco Ayala nos sumerge en la historia de un indio, González Lobo, que, tras dedicar años al acercamiento al rey Carlos II, tampoco recibe mensaje alguno. Al final, como en Kafka, González Lobo vuelve solo a la cruda soledad de un pueblito de Extremadura.

Hay aquí como dos signos, como dos avisos de ese fluir que el poder conlleva, más allá de si mismo, y que alienta en los cauces por los que llega noticia de la existencia de quienes lo encarnan.

Hay, es obvio, una conducta del político que afecta vivísimamente a los demás: la que se refiere a las decisiones estrictas, a las leyes, a las direcciones del quehacer público. Pero, en cambio, hay otras muchas, que los políticos destilan por claros caminos o por veredas oscuras, que no ofrecen el menor interés: si tal o cual lee libros o no los lee, si se acerca o se aleja ideológicamente de sus compañeros de profesión, si las irregularidades que salen a la luz son de gran tamaño o de pequeña magnitud.

Esta deshilvanada información, tan poco interesante, ¿cómo puede ocupar tanto tiempo? Para responder a ello habría que buscar una respuesta en las leyes universales de la comunicación humana: en las discontinuidades, secretos, lagunas, agujeros negros que tanto dignifican como socavan el encuentro entre personas. En cierto sentido, por el estudio de la seducción podría entenderse lo que, por otro camino, resultaría incomprensible.

En efecto, el seductor y el seducido elaboran un engranaje dinámico de encubrir mensajes, en hablar no de lo que se dice, sino de otra cosa. Siempre hay un segundo, un tercero y hasta un cuarto lenguaje en la comunicación, aun en la más periférica. Con otras palabras: hay una demanda, una exigencia, una necesidad casi biológica de obtener algo cuando dos personas se interrelacionan. Este algo puede ser, y con frecuencia lo es, puramente ficticio, pero la ficción, en su contundencia, acaba siendo real. El político, por eso mismo, como persona que se oculta, se ve involucrado, inmerso en la necesidad que los otros tienen de que diga algo, de que esté. Por eso despierta un interés, una curiosidad por gestos, hábitos, rituales de su conducta, tics mentales de su voz que en realidad no tienen, en gran medida, ningún contenido.

Pero así es: podemos todos hablar durante varios días de alguna cosa que nos ha llegado de cualquier político como si fuera motivo de reflexión, de enseñanza y hasta de aprendizaje para el futuro. Avidos, pues, por aplacar esa sed extraña que es la curiosidad.

Entonces, al ver a un grupo de personas que llevan una vida natural, ajena a ese mundo nuestro que ha acabado en convertirse en algo gloriosamente disparatado, y que puede tocarse por entero con un programa apretado de una agencia de viajes; al ver de repente a unas gentes, perdidas en los confines del mundo, con un retrato del príncipe Felipe, que no piden nada, que no se preguntan absolutamente nada, algo dentro nuestro enmudece.

El pequeño pueblo de Oceanía, verdaderamente, experimenta en su vivir diario una sensación auténtica, profunda, fresca que aglutina su sentido de identidad, ordena lo disperso, eleva lo inferior.

Ellos, al príncipe, le piden no que constantemente se manifieste, sino que, hablando en términos filosóficos, .sea. Su retrato, entre un arbusto de ramas de un verde intenso, es, para su existir, un bálsamo apacible y lleno de vida Le esperan, probablemente en un más allá, en una región que ya no es terrenal.

Su retrato es una presencia, espiritual y honda, que rompe, hora a hora, minuto a minuto, el doloroso hecho de las constantes ausencias, esas anímicas llagas que desgarran, sin sangre el corazón humano.

No le persiguen, no le husmean, no le espían. Simplemente saben que está allí, con una carga de realidad tan inconmensurable que abre a cada paso el misterio.

Un espectador, no malévolo pero sí actuando con la indiferencia que lleva el fiarse del pensamiento de los otros, puede examinar este curioso fenómeno como un signo de ingenuidad, de inmadurez, de irracionalidad.

Todo lo contrario, la relación de estas gentes con el príncipe Felipe es una de las formas más reales de comunicación. No hay objetivos inmediatos de información: no existe ningún deseo de estar al día en lo que siente, hace, dice, viaja. Está ahí, con ellos, y un día vendrá. Un día que la angustia no desea que sea pronto. Un día, quizá un día que no sea de este tiempo, de esta existencia. Él vendrá.

Javier del Amo es poeta y novelista, y trabaja como psicólogo.

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