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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El zar etíope

UNA DE las más sangrientas historias de África está a punto de finalizar con la derrota de la dictadura que durante 17 años ha asolado Etiopía. Abandonado hace meses por sus mentores soviéticos, el coronel Mengistu Halle Mariam, secretario general del Partido de los Trabajadores e indiscutido jefe del Estado, huyó precipitadamente de Adidis Abeba el pasado martes, dejando las riendas del poder del paupérrimo país de 51 millones de habitantes en manos de su vicepresidente y confidente, el general Tesfaye Gabrekidan.Su marcha es en realidad el reconocimiento de la derrota frente al creciente acoso de las guerrillas, especialmente de Eritrea y Tigre, que tenían cercado al régimen desde el mismo momento de la llegada al poder de Mengistu en 1977 (la rebelión critrea había empezado ya en 1962, y otro movimiento de secesión, el de Ogaden, fue especialmente virulento en la década de los setenta). Lo grave es que el derrocamiento de Mengistu -que hace ya un año renegó del marxismo e inició un tímido giro hacia la economía de mercado, sin duda condicionado por la creciente amenaza guerrillera- puede degenerar en otro baño de sangre, de revanchas y enfrentamientos tribales. Cuando el dictador alzó el vuelo, sus enemigos se encontraban a menos de cincuenta kilómetros de la capital y saboreando ya la victoria.

El próximo lunes debían comenzar en Londres unas negociaciones que, bajo el patrocinio de Estados Unidos, sentarían a la mesa a representantes del Gobierno etíope y de los frentes de liberación eritreo y tigreo. El objeto es establecer un Gobierno provisional que prepare unas elecciones generales y un sistema de gobierno de amplia base que tenga en cuenta la variedad y complejidad de la estructura tribal del país. No hay razón para que se desconvoque la reunión de Londres, con la única salvedad de que los guerrilleros se han negado al alto el fuego que les solicitó el nuevo mando de Adidis Abeba, aun cuando hayan reiterado la intención de acudir a la cita londinense. Hasta ahora se han negado a aceptar como "cambio sustancial" la sustitución de Mengistu por Gabre-Kidan (que ha sido íntimo colaborador del líder huido e impulsor de su estrategia militar).

Mengistu Halle Marlam y el régimen que encabezó desde que asesinó a su predecesor, el general Teferi Benti, y a todos sus colaboradores más inmediatos, pudo demostrar sobradamente su capacidad para la infamia. No sólo fue implacable enemigo y verdugo de cuantos tuvieron la osadía de hacerle frente. Presidió uno de los episodios más dramáticos de hambruna del mundo subdesarrollado, cuando en 1984 dejó morir a miles de etíopes en el norte del país mientras la ayuda, los alimentos y los medicamentos provenientes de Occidente se pudrían en los puertos. Y aun así, sólo actuó tímidamente cuando la presión ejercida por la ONU, por distintos Gobiernos y por las campañas de opinión pública -entre las que sobresalieron las de cantantes de rock y estrellas del espectáculo- le resultó imposible de soslayar.

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Ahora, los combatientes guerrilleros deben actuar con pragmatismo y prudencia si quieren evitar que caiga sobre ellos la responsabilidad de mantener viva una actividad bélica que dificulta la llegada de las ayudas. Ello es especialmente grave en un momento en que nuevamente la sequía y la hambruna amenazan a más de siete millones de etíopes y en que se requiere un millón de toneladas de ayuda alimentarla. Hasta ahora, los países más ricos se han comprometido a suministrar aproximadamente la mitad de esa cantidad. Ni que decir tiene que la nueva situación, con el dictador derrocado y unas conversaciones de paz en puertas, es delicada y exige también renovados esfuerzos por parte de Occidente y de los países limítrofes de Etiopía para que el país no se descomponga ni sustituya los horrores de una dictadura por los de la revancha tribal.

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