Norman
Estoy en Nebraska, y hasta aquí me persigue el general Norman Schwarzkopf vestido todavía de uniforme militar. No sé qué hacer. Me levanto temprano, con esa estimulante angustia que produce una vida en paz. Enchufo la televisión. Al momento aparece él con sus cuatro estrellas, convertido en una sola y gran estrella de variedades, en el centro de un estadio de Florida donde el público le vitorea a rabiar. Norman se abraza al ratón Mickey y 100.000 voces entonan la patriótica canción America, America. Norman llora de emoción sobre un oleaje de banderas.Luego bajo a desayunar a la cafetería. La camarera está sonriente. Lleva una insignia electoral en el pecho con el retrato de Norman. Alrededor de la cabeza teutona del general se despliega esta leyenda como la aureola de un santo: "Norman for president". Otros clientes lucen camisetas estampadas con la silueta del héroe del Golfo.
Después compro la prensa. Veo que Bush se está curando de la arritmía, aunque ha dejado al pueblo con taquicardia colectiva. Pero el pueblo tiene a Norman a su disposición incluso para salvarle de Quayle. Al presidente ya iban a descargarle algún que otro voltio en el corazón para corregir eléctricamente su anomalía. Pero en el último momento el condenado a la poltrona de la Casa Blanca vislumbró a Dan Quayle. Sintió el vértigo de la posteridad y suplicó el indulto a sus verdugos.
Paso la página y allí está de nuevo Norman en su mejor foto bélica. Dice: "¡Tenemos superioridad aérea para los civiles!". Luego resulta que Norman anuncia una tarifa de avión con descuento del 40% para volar a Idaho, Estado de la patata. ¡Qué bien! ¡Qué suerte nos ha traído del desierto el general! Y como el resto de la población, me siento hastiado y protegido.
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