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Tribuna:IGNACIO SOTELO
Tribuna
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No todo vale

Si por encima de las miserias diarias nos esforzamos en alcanzar una visión de conjunto, la situación que vive España presenta aspectos muy esperanzadores. En este último decenio hemos superado algunos de los problemas más graves que arrastrábamos desde siglos -organización centralista del Estado, injerencia de la Iglesia y de las Fuerzas Armadas-, a la vez que la pertenencia a la Comunidad Europea sostiene una expectativa bastante halagüeña en lo que respecta al desarrollo económico y social. En este sentido, el 1 de enero de 1986 constituye una fecha clave, cuya importancia se acrecienta con el paso de los años.He querido empezar con una consideración positiva, por trivial que parezca de puro sabida, para no perder el sentido de la medida al enjuiciar un suceso reciente -interceptar y publicar conversaciones telefónicas privadas sin el consentimiento de los interlocutores- que ha levantado merecida indignación. Aunque al cabo de unas pocas semanas quede sepultado por un nuevo escándalo -poco a poco nos vamos acostumbrando a las sorpresas- considero la piratería telefónica un asunto moralmente grave, a la vez que harto significativo de la situación que vive el país. No me gustan los catastrofismos que, por otro lado, se desgastan todavía más deprisa que el optimismo implícito en el discurso del poder, pero, por necesario que resulte mantener una perspectiva esperanzadora, tampoco hay que cerrarse a la evidencia y dejar de tomar buena nota de algunos síntomas preocupantes, con consecuencias muy graves a la larga, al presentarse en una zona tan frágil y susceptible como la dimensión moral de la sociedad.

No me interesan los aspectos técnico-jurídicos del asunto; en este campo todo queda en agua de borrajas y hasta puede que así convenga: nada más peligroso que confundir las cuestiones morales con las jurídicas y constituir a la justicia en última instancia moral. En cambio, desde una ética social que se resiste a conceder que vale todo lo que la ley no prohíbe expresamente, la publicación de conversaciones privadas sin el consentimiento de los interlocutores es, en principio, inmoral. El bien colectivo de la información no puede prevalecer sobre las libertades y derechos fundamentales de la persona. Subrayo en principio porque en una amplia casuística siempre cabrán condiciones excepcionales que permitan otro juicio, pero que obviamente no se dan en el caso que nos ocupa.

Se trata, por lo visto, de una inmoralidad ya bien asentada en los medios; una conversación privada en un lugar público le cuesta el puesto a un presidente de comunidad; en una entrevista se publica tanto lo que se quiso decir en público como lo que se añade en una conversación posterior entre amigos, con consecuencias graves para el entrevistado; una conversación telefónica privada que se mantiene con un periodista aparece publicada como una entrevista formal. Por la misma vía de que todo vale con tal de crear la noticia escandalosa, vendible o que interesa, se da otra vuelta a la tuerca, y no se tiene el menor reparo en hacer pública una conversación telefónica privada, interceptada de manera casual o intencionada.

El principio enunciado de que la libertad individual y los derechos de la persona prevalecen sobre el deber de informar constituye en el fondo un punto de vista personal, que quiero pensar que sea ampliamente compartido en la sociedad española, pero que difícilmente conseguiría elevar a la categoría de evidencia, incluso si contase con un espacio del que no dispongo.

Son tantos los peligros que acechan al insensato que se mete en cuestiones éticas que se comprende que se haya convertido en un tema tabú en el que sólo los obispos, empujados por las exigencias del oficio, se han atrevido a meter la cuchara, saliendo, como Don Quijote, descalabrados. Pese al esfuerzo muy digno de algunos filósofos por impulsar una moral cívica -las voces más destacadas provienen de Cataluña y Valencia, donde desde más antiguo la sociedad burguesa ha adquirido cierta contextura-, el hecho es que en la sociedad española de nuestros días lo que más se echa en falta es lo que nuestros antepasados llamaron decencia, que hoy habría que traducir por el convencimiento de que no todo está permitido, tanto en los fines como en los medios a los que se recurre para conseguirlos.

No seré yo el que se entrometa en tema tan escabroso, con riesgo de despeñarme en cuanto dé un paso en falso. Por puro afán de sobrevivencia me limitaré a comentar brevemente dos cuestiones colaterales: la primera referida a las consecuencias que se derivan de identificar moral con legalidad, y la segunda en relación con el hecho, bien llamativo, de que la receptividad de lo que se reputa moral o inmoral sea específica de cada grupo profesional, evidente sobre todo en la muy distinta sensibilidad moral de políticos y periodistas.

Dada la dificultad, probablemente imposibilidad, de fundamentar una ética universal, la moralidad se ha visto relegada al ámbito de la subjetividad individual. La tendencia intrínseca de la moderna sociedad pluralista -carácter que justamente se define por el hecho de que cada cual fundamenta sus propios criterios éticos- es identificar moralidad con legalidad. Todo lo que no prohíbe la ley puede ser considerado moral o inmoral, según las convicciones éticas de cada uno. Al difuminarse estas últimas hasta perder entidad propia, moralidad y legalidad acaban por solaparse, con la consecuencia grave de que se evapora la conciencia individual como sostén de la libertad y no queda otro principio rector de la conducta que la legalidad, cuya función radica en reproducir y reforzar el poder establecido. Si la libertad define el ámbito de la moralidad, el poder, el de la legalidad.

Tratar de compensar la falta de una ética socialmente compartida con una legislación cada vez más prolija es un sucedáneo que limita cada vez más la libertad. Por esta vía marcha la tendencia a reducir las cuestiones morales a cuestiones técnico-jurídicas, común a políticos y medios de comunicación. Reducción que, por el reverso, muestra ya una sensibilidad específica de cada grupo respecto a las cuestiones morales.

A nadie en la opinión pública publicada se le ha escapado que el prestar un despacho público, para desde él hacer negocios privados, constituye una inmoralidad que conlleva responsabilidades políticas, y al parecer incluso penales, sin que hasta ahora nadie en el PSOE se haya apercibido de ello. Tampoco los medios de comunicación han detectado nada anormal en la publicación de conversaciones telefónicas interceptadas contra la voluntad de los interlocutores. La inmoralidad del caso Guerra parece obvia desde los medios de comunicación, que no han cesado de ponerla en la picota, así como la de la escucha de conversaciones privadas parece evidente a los dirigentes del PSOE. A don Virgilio Zapatero, editor de una espléndida recopilación de trabajos sobre Ética y socialismo, le indigna con toda razón la inmoralidad de las escuchas, pero su fina sensibilidad moral todavía no ha percibido nada anormal en el caso Guerra. La privatización de la ética según los intereses de cada grupo -la ética se convierte así en un arma arrojadiza- es otro de los rasgos de nuestra situación.

La sociedad del todo vale, en los negocios, en la política, en los medios de comunicación, en la Universidad -abundan los casos que cabría citar para cada una de estas esferas- ha alcanzado su cenit en el último decenio de primacía socialista. Sería harto precipitado concluir de esta coincidencia temporal una relación de causa a efecto, pero lo que me parece indudable es que el socialismo ha fracasado en lo que algunos considerábamos su tarea fundamental: modernizar la sociedad, lo que conlleva, en primer término, practicar una nueva moral cívica. No debe sorprenderse del escandalillo mensual un Gobierno que no ha ocultado su orgullo por haber llevado a cabo una política de todo vale con tal de alcanzar sus objetivos, ni una sociedad que ha metido la cabeza debajo del ala, sin querer saber nada del verdadero escándalo de estos últimos años: la cuestión de los GAL.

es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

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