Un profeta libertario
Algunos ideólogos de la praxis solían decir que "tener razón antes de tiempo equivale a no tenerla": una hipocresía para justificar sus imprevisiones, que les llevarían a la ruina. Valle-Inclán tuvo razón en su visión del teatro: antes de tiempo, con una intuición extraordinaria. Se ve siempre: más que nunca, en esta afortunada idea de José Carlos Plaza de dar seguidas las tres Comedias bárbaras por primera vez, donde la larga narración muestra los apócopes, las abreviaturas, las secuencias de escenas, que nadie hacía en su tiempo; ni casi hoy en España. Juntas, cada obra multiplica el valor de las otras y el propio. Mostró una valentía para hacer teatro directo donde las cosas más terribles pueden pasar en escena: hoy no se ha llegado a eso, y se alude, se relata, pero no se enseña lo que pasa (en eso ha habido un clarísimo retroceso).Y tuvo, además, el valor de lo que expresaba: un libertarismo que podía estar en la calle (a tiros) o en la cárcel, pero no en el teatro. Cuando se decía que Don Ramón no era autor teatral, sino escritor (gravísima distinción que retrasó el desarrollo del teatro en España), actuaba no sólo el sentido defensivo del círculo mágico del teatro burgués ni la simple incomprensión ante cómo lo escribía, sino también un miedo político. Esta trilogía, que arranca con un conato de sublevación campesina y termina con la busca de la muerte por su protagonista, es un canto libertario; sobre todo, con una paradoja genial, en el personaje del propio tirano feudal, del feroz Juan Manuel de Montenegro, que querría ver a los pobres sublevados contra él, y que en una premonición se ve él mismo a la cabeza de ese ejército popular que tendría que luchar contra los feudales como él. Su libertarismo se proclama contra la justicia, contra la Iglesia: no es blasfemo ni sacrílego, porque ni siquiera cree.
Comedias bárbaras
Cara de plata, Águila de blasón,Romance de lobos. De Ramón María del Valle-Inclán. Música: Mariano Díaz. Intérpretes entre otros: José Luis Pellicena, Toni Cantó, Chema Muñoz, Roberto Enríquez, Carlos Hipólito, Amparo Pascual, Carlos Lucena, Paca Ojea, Josu Ormaetxe, Ana María Ventura, Ana Labordeta, José Pedro Carrión. Dirección de escena: José Carlos Plaza. Centro Dramático Nacional, teatro María Guerrero, 8 de mayo.
Sugerencias
La representación actual está llena de sugerencias, de hallazgos; no es este el lugar ni soy yo quién para relatarlos. La crónica del suceso requiere recordar que la riqueza de vocabulario, el engarce de las palabras, tiene la genialidad sabida; que en ningún momento deja de ser, a pesar de su esplendor intrínseco, servicio de unas ideas y de una manera de pensar sobre su tiempo. Y que José Carlos Plaza ha aumentado lo conocido, lo sabido, por la unidad que da a las tres piezas (la tienen, claro, en el autor) juntas; conviene verlas así; conviene verlas de cualquier otro modo, y si yo tuviera que recomendar una sola para quien no pudiera otra cosa, lo haría con Romance de lobos.
Puede no coincidirse con la manera de ver que tiene de la obra José Carlos Plaza, y a la que lleva a sus actores, sin por ello rechazarla. Visiblemente, está en acentuar todo lo que tiene de teatral para llegar a la sobreactuación de todos los personajes y llevarla al romanticismo, incluso a ese prerromanticismo con que se define muchas veces a Shakespeare, con quien Valle-Inclán tiene en toda esa época mucho que ver, y es el único dramaturgo español que mantiene su gran aliento. Con este romanticismo, Montenegro se convierte más en el característico personaje español de la transgresión fanfarrona que en el libertario absoluto. Es cierto que todo es España en esta trilogía: muerte, miseria, religión, blasfemia, robo, hambre, idealismo. Pero de alguna manera -o me lo parece a mí- está trascendido el ejemplo del juego pecado-condena/salvación en que se queda siempre lo español. En su interesantísima forma de apurar las formas teatrales para salvar a Valle-Inclán de la acusación de literario, José Carlos Plaza las utiliza todas: desde el zarzuelón con que arranca y repite más de una vez con los coros hasta la ópera romántica, subrayada por una música que puede ser de inspiración verdiana en la partitura de Mariano Díaz, que, aun siendo bellamente escénica, puede merecer la interpretación por sí sola. Se pasa por el cine para una especie de fundidos y encadenados y por ciertas posibilidades de recuerdo de cómo debía ser la interpretación teatral a principios de este siglo. En ningún caso queda borrado el texto y la intención original. Puede, eso sí, dañar la interpretación con las sobreactuaciones, de gestos y de gritos. Aunque a medida que el tiempo transcurre, el espectador se crea su costumbre y viva en ella. Además, algunos papeles y sus intérpretes se crecen, como es el caso evidente de Pellicena, que tiene en el tercer acto -esto es, en la tercera obra, pero el logro de la continuidad le da carácter de tercer acto- una verdadera coronación de primer actor que el texto de la primera parte no le permite. Es la caracterización de anciano -un Lear- y el tono más bajo de su voz los que sacan adelante toda su fuerza interpretativa, y le llevan a momentos excepcionales, como el diálogo con José Pedro Carrión, tan gran actor, o sus monólogos.
Reparto
Veo menos fuerza en Toni Cantó realizando Cara de plata, y en la Sabelita de Amparo Pascual, no por ellos en sí, sino por lo que tienen repartido y sus propias condiciones. En el teatro español actual no se pueden hacer milagros de reparto. Luego, en una obra compuesta como lo es ésta, los mismos actores pueden tener momentos muy brillantes y otros en que están perdidos, como los hijos de Don Juan Manuel. Digo, por resumir, que es la tercera parte, el Romance de lobos, el que muestra a todos mejor, incluyendo al director, y me inclino a creer que es el mejor fragmento de la gran trilogía. La obra unitaria, bien ideada para la continuidad, no defrauda.
Babelia
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