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Una normativa insuficiente

El autor explica la tesis que sostuvo ante la Junta de Fiscales del Tribunal Supremo, en el sentido de que los vigilantes jurados no pueden ser considerados agentes de la autoridad. Al tiempo cuestiona el decreto de marzo de 1978, vigente aún para regular estas actividades, por entender que carece de rango normativo.

La noticia de la detención, el pasdo mes de abril, por vigilantes jurados de seguridad del metro, de un menor de 16 años, ilustrador de paredes al parecer, al que se describía esposado y arrastrado por aquéllos, y al hilo de los datos que ofreció el Defensor del Pueblo sobre el espectacular aumento de las denuncIas por malos tratos imputados a los vigilantes, la Junta de Fiscales del Tribunal Supremo tuvo que plantearse si los mismos vigilantes pueden ser considerados "agentes de la autoridad", como textualmente establece el decreto de 10 de marzo de 1978 que todavía hoy constituye su norma estatutarIa básica.La cuestión adquiere relevancia si se piensa que tal consideración se concreta en una protección penal especial, que traduce en delito de atentado -con penas de hasta seis años de prisión- los actos de acometimiento, aun leves, o de intimidación o resistencia ejercidos sobre sus personas; en desobediencia, el incumplimiento grave de sus órdenes, y en desacato, los insultos o amenazas que, de hecho o de palabra, se les dirijan -castigados con penas de privación de libertad de hasta seis meses- .O, lo que es igual, que lo que entre particulares puede no pasar de una simple falta, castigada con una pequeña multa, sea considerado delito.

La Junta de Fiscales se dividió, asumiendo el fiscal general la tesis ligeramente mayoritaria que sostenía la pertinencia de defender en su día ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo el carácter de agentes de la autoridad de esos vigilantes, si bien hacíendo llegar al tribunal las dudas suscitadas en torno a la cuestión, que llevaron a casi la mitad de la junta (16 a 13 fue el resultado de la votación) a pronunciarse en pro de la negativa.

Como ponente de la tesis que, con tan escaso margen, resultó minoritaria, considero importante no ya hacer llegar a la opinión pública las razones que la avalan -en buena medida de naturaleza estrictamente técnica-, sino, sobre todo, el hecho mismo de la división de criterios existente, que por sí sola pone de relieve la necesidad urgente de legislar de modo claro.

Un decreto no es suficiente

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Defendimos entonces y defendemos ahora la carencia de rango normativo del decreto -disposición emanada del Ejecutivo- para establecer quiénes pueden ser considerados agentes de la autoridad a efectos penales, y ello a partir de la premisa de que hacerlo equivale a otorgar el carácter de funcionarios (los funcionarios agentes de la autoridad) a los así investidos, lo que se traduce en atribuir tal condición a quien no la tiene conforme al artículo 119 del Código Penal, que exige la "disposición inmediata de la ley", la "elección" o la participación en funciones públicas mediante nombramiento de autoridad competente. Siendo evidente la ausencia de ley o de elección que les conceda tal cualidad, tampoco parece que pueda reconocérseles por la última vía expresada.

Y ello porque no puede decirse con propiedad que sea pública la función que realizan tales vigilantes, ni, a la luz de los artículos 103 y 104 de la Constitución, que su nombramiento, atribuido según el decreto al gobernador civil de la provincia, emana de "autoridad competente".

No consideramos pública su función porque lo que tienen encomendado es la defensa del interés privado de quien les contrata -cuyo servicio se encuentra ligado por una relación laboral-. Que tal interés pueda coincidir en alguna esfera con el público -el general, el de todos- no transforma en pública su misión, sobre todo si se valora que el decreto en cuestión les impone como tal -y les hace jurar su cumplimiento- "la defensa de los intereses puestos bajo su custodia", bajo las órdenes exclusivas de sus jefes en la empresa, por mucho que ello deba ser "en bien de la seguridad ciudadana y de España".

El texto revela hasta qué punto es lo nuclear el interés privado, coincidente en parte, sin duda, con el colectivo. Pero ¿quién garantiza que el conflicto entre ambos intereses ha de decantarse a favor de lo público, de lo de todos, aun sacrificando lo privado con la norma existente? Nadie. Sus carencias -derivadas en buena parte de su escaso rango normativo- son evidentes en este extremo. Frente a los deberes de imparcialidad, subordinación a la autoridad y defensa del interés público, que impone a los agentes de la autoridad la Ley Orgánica de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, consagra el decreto los de parcialidad, vinculación a la empresa y defensa de sus intereses, lo que se traduce en algo más alarmante: la irresponsabilidad de la Administración por los actos lesivos de derechos que realicen durante su función.

Ante tales evidencias, casi pasa a segundo plano el que el decreto carezca en realidad de normas válidas de carácter disciplinario -su rango no permite tanto-, lo que transforma en papel mojado el difuso control que en tal campo se atribuye a los gobernadores civiles.

De otro lado, sostenemos la ausencia de cobertura legal del decreto para habilitar a los gobernadores civiles a investir a persona alguna como "agente de la autoridad".

Los artículos 103 y 104 de la Constitución exigen que el estatuto de los funcionarios públicos sea regulado por ley, que debe ser orgánica para los que van a encargarse de nuestra seguridad. Nada más lógico si se piensa que el ejercicio de tales funciones afecta directamente a las libertades de los ciudadanos, con derecho a garantías, ya plasmadas en la Ley Orgánica de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, de 13 de marzo de 1986.

De ello resulta la imposibilidad de sostener la vigencia de la competencia del gobernador civil para investir a nadie como "agente de la autoridad". Ello sólo podrá hacerse con el amparo de una ley, lo que, obviamente, supone que la cuestión sea objeto del debate por los representantes de los ciudadanos en el ámbito que le es propio: el Parlamento. No hacerlo es trasladar a los jueces una responsabilidad que no les corresponde, soslayando el debate sobre la cuestión, por esencia política.

es fiscal del Tribunal Supremo.

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