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Sevilla

Julio Llamazares

Una de las cosas que los gallegos no le perdonaron nunca a Franco (pese a que muchos de ellos sigan votándole) es que en sus largos años de dictadura no tuviera una especial atención para con su patria chica. Fuera de los polígonos industriales de Ferrol y de Vigo, y de su contribución veraniega al desarrollo de la pesca y del golf en la región, poco más hizo el caudillo por los suyos, que todavía siguen viéndose obligados a emigrar por carreteras y vías tercermundistas.No podrán decir lo mismo los andaluces, y más concretamente los sevillanos, de sus paisanos los socialistas. Desde que en 1982 llegaron al poder, éstos no han hecho otra cosa que barrer para casa como los árbitros caseros o como aquellos procuradores del viejo régimen que, en cuanto llegaban al poder, lo primero que hacían era construir un puente en su pueblo, aunque no tuviera río.

El fenómeno ha sido tan evidente que nadie se ha atrevido a criticarlo, por más que seamos muchos los españoles a los que i nos parece injusto. El largo atraso de Andalucía y su capacidad histórica para llorar unas penas que, dicho sea de paso, tampoco son sólo suyas (no creo que Almería esté más atrasada que Teruel o Málaga que Lugo), hicieron que en un principio los españoles vieran con comprensión que los muchachos sevillanos que llegaron al poder con el triunfo del partido socialista -y que ya eran todos amigos desde los tiempos heroicos de los guateques campestres que quedaron. congelados para siempre en una vieja y famosa fotografía- tuvieran un cierto trato de favor, a la hora de empezar a gobernar, para con su patria chica. Así, a nadie le extrañó que Sevilla fuera elegida para representar a España en los entonces aún lejanos fastos de 1992 con una gran exposición universal o que el propio vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, elevara a la categoría de razón de Estado la supervivencia del coto de Doñana al ponerse él mismo al frente del patronato encargado de su conservación. Sin duda, la supervivencia del coto de Doñana interesa a todos, aunque no más que la del delta del Ebro, la albufera de Valencia o las tablas de Daimiel.

Poco a poco, sin embargo, aquel primer impulso comprensible y humano derivó en favoritismo y en descarada parcialidad. De la Exposición Universal de Sevilla se pasó a la mejora de los accesos a Andalucía -necesaria y urgente, ciertamente, pero no más que la de los accesos a Galicia o a la cornisa cantábrica, que todavía está por hacer- y, de ahí, al tren de alta velocidad, mientras que, utilizando indistintamente los cinco aeropuertos existentes en Andalucía (por ninguno en Castilla-La Mancha y por medio en Castilla y León), los ministros y altos cargos andaluces comenzaron a prodigar las visitas a su tierra, obligando a hacer lo mismo al resto de los políticos y a los profesionales de la información. De esa forma, con el presidente González recibiendo en Sevilla a sus homólogos extranjeros (o en el pazo de Doñana, en el verano) y con el ex vicepresidente Guerra volviendo a casa cada semana como si fuera un estudiante con nostalgia de la sopa familiar, Andalucía dejó de estar lejos, y Sevilla, una ciudad de segunda fila hasta entonces, salvo para los turistas y los aficionados a los toros, pasó a ser la tercera ciudad de España, tras Madrid y Barcelona, y por encima de ciudades de más peso objetivo, como Valencia o Bilbao.

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Desde hace algunos años no hay en España acontecimiento político, económico, social o deportivo que se precie que no se celebre en Sevilla con la disculpa de inaugurar cualquier nuevo centro o de promocionar en el extranjero la imagen de la futura exposición universal. En Sevilla se reúnen los políticos, se celebran congresos, se casan los famosos, se organizan festejos y se inauguran museos y exposiciones sin fin. En Sevilla juega la selección nacional de fútbol sus partidos más importantes y se organizan los campeonatos mundiales de atletismo y de ajedrez (los de esquí no, porque en Sevilla no nieva, pero se celebrarán en Sierra Nevada, que es la estación invernal más cercana y, al fin y al cabo, también es andaluza). En Sevilla se construye un nuevo puente cada día (río no, porque ya tiene, pero si no, se lo harían también) y se inauguran constantemente edificios oficiales y carreteras de acceso a la ciudad. En Sevilla, en fin, se reparten negocios y despachos, y por Sevilla dejan sus carteras los ministros, conscientes de la importancia política de la ciudad del Guadalquivir. Hasta los escándalos políticos (Juan Guerra) o del corazón (la herencia de Paquirrín) han de saltar al pie de la Giralda si aspiran a tener repercusión nacional. Todo lo cual, unido a lo que ya había, ha convertido a Sevilla en nueva ciudad de los prodigios a la que, como en la de la novela de Mendoza, constantemente llegan buscavidas y arribistas, y en la que se dan seguramente el mayor índice de especulación financiera y urbana y la mayor concentración por metro cuadrado de funcionarios, directores generales, gestores, subsecretarios, modistas, diseñadores, asesores, asistentes, comisarios y animadores socioculturales de toda España.

Pero la moda de Sevilla no ha quedado circunscrita solamente a la ciudad. Para que todos los españoles podamos gozar de ella, los socialistas, no contentos con haberla convertido en la tercera ciudad de España a base de haber invertido en ella más dinero que en ninguna otra del país (e incluso que en regiones enteras, con la complicidad, por cierto, de los propios dirigentes de estas últimas, casi todos socialistas temerosos de enojar a sus jefes sevillanos), ha puesto en marcha una campaña publicitaria en la que no han escatimado esfuerzos ni dinero, y para la que no han dudado en acudir a sus símbolos más recios y a sus esencias más puras, esto es, la Macarena, el Betis, la Maestranza, el Rocío, la Pantoja, El Loco de la Colina, la Feria de Abril o la Semana Santa. Una campaña publicitaria que ha tenido un gran impacto entre la modernidad hispánica, tan exquisita siempre como ávida de novedades, y que sin duda hubiera firmado en su día el ex ministro de Información y Turismo Manuel Fraga Iribarne.

Entre unas cosas y otras, no obstante, y a ritmo de sevillanas, Sevilla crece y se dota de infraestructura s, los políticos locales hacen carrera -o se meten a empresarios-, y Andalucía entera se aprovecha del momento en mayor o menor grado (véanse si no las cifras de crecimiento de la última década en España o las de las inversiones del Estado de este año), aunque siga quejándose y llorando cuando canta. Mientras, en Ávila, en Palencia, en Huesca, en Soria, en Guadalajara, en Cáceres y en muchas otras ciudades y provincias españolas que ni cantan, ni lloran, ni pintan nada, porque no han tenido la suerte de estar en Andalucía (o en Madrid, Cataluña, el País Vasco), mucha gente empieza ya a preguntarse por qué ellos no tienen aeropuerto, ni autovías, ni trenes de alta velocidad, ni televisión autonómica, ni museos, ni palacios de deportes, ni planes de empleo rural pagados por el Estado. Es decir, si también ellos serán hijos de Dios aunque no sean sevillanos.

es escritor.

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