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¿Callejón sin salida?

Antonio Elorza

Cola del pan en la avenida Lenin de Moscú. Sólo hay unas treinta personas y caben en el recinto del despacho. Apenas transcurridos dos minutos, una joven entra desde la calle, coge una barra de los, estantes y se marcha sin pagar. A continuación, otra que estaba en la cola, estimulada sin duda por el ejemplo, repite el gesto. En la cola, mínimas palabras y gestos de desaprobación. El resto es indiferencia, sin reacción alguna por parte de la encargada del cobro. Al salir, unos metros más adelante, otra cola, en el local donde habitualmente se venden refrescos indefinibles. Pero ésta tiene un comportamiento muy diferente. Es palpable el nerviosismo, en las voces y en los ademanes, lo que sorprende al espectador dada la calidad de la pócima que al parecer motiva tanta impaciencia. Comienza a llover y me aparto un metro de la cola para refugiarme bajo el voladizo. Pero nadie se mueve de su sitio, y cuando comprueba mi intención de seguir la cola, mi vecino me empuja violentamente. He Infringido el código. Al darse ,cuenta de mi condición de extranjero, la violencia se vuelve desesperación. "My friend, my Friend, what can I do for you?", repite una y otra vez. "No podemos más", explica casi llorando. Al llegar al hotel, entiendo los motivos de la agitación. Se estaba despachando un cargamento de cerveza. Todos temían que la comprada por el interior fuese la última botella.La observación de las calles y de las opiniones en Moscú y Leningrado confirma cuanto escribiera hace unos meses Luis Ángel Rojo en un artículo publicado en Claves: 'Ni plan, ni mercado'. La desconfianza interior respecto de Gorbachov encuentra así sólidos fundamentos, más allá de la impaciencia que quisimos ver cuantos desde el exterior deseamos que la transformación soviética por él iniciada llegara a buen puerto. Es más, la persistencia de las trabas burocráticas y, en lo esencial, del sistema de distribución se ha traducido en una subida en flecha de la currupción y del mercado negro -por no hablar de la delincuencia-, al aflojarse los controles que antaño moderaran los costes de la ineficacia. Así, se mantiene la exigencia de visados de concesión estatal para todo traslado interior, pero cualquiera viaja en tren de Leningrado a Moscú por unos rubios sin visado ni billete. Se establece la prohibunóri de que los polacos compreri en Bielorrusia y la barrera es salvada mediante una conce~,~lóri fraudulenta de dentos de pasa-portes soviéticos a los polacos interesados en adquirirlos. No hay una máquina fotográflica Zenith en los comercios, pero,, como ocurre con el caviar, el turista es literalmente asaltado paso a paso por quienes ofrecen tales productos. El desastre en. la distribución oficial, simbolizado por las fuentes de pepinos, únicas pobladoras de los anaqueles de comercios estatales.. paradójicamente llamados, "gastronomía", contrasta con la fluidez de las redes paralelas. Todo indica que, por la tardanza en Introducir a su tiempo los mecanismos de mercado, está cobrando forma una burguesía basada exclusivamente en el fraude y la especulación. Y en la precariedad del abastecimiento para la gran mayoría de los soviéticos. De ahí el descontento creciente y la sensación generalizada de que el país se encuentra sumido en una crisis irreversible. Crisis de la base económica, del orden social y del sistema de valores forjado por la revolución de 1917. Nada mejor para ilustrarla de forma indolora que la venta en el que fuera museo del ateísmo, en la ex catedral de Kazán, de Leningrado, como único gadget de un calendario con las efigies de los zares de la casa Romanov.

En estas condiciones, resulta un rasgo de humor negro la insistencia oficial en esgrimir la actualidad de la obra de Lenin, de lo cual ofrece buena muestra la portada de Pravda del pasa do 22 de abril, con ocasión de conmemorar la fecha del nacimiento del político revolucionario. Realmente, pocos proyectos históricos habrán desembocado en un fracaso tan rotundo como el de El Estado y la revolución. Si el pensamiento de Lenin sigue hoy vigente, es sólo por su vertiente crítica del propio proceso revolucionario que se le iba escapando de las manos al reproducir las deformaciones de la burocracia zarista y configurar un sistema de gestión incapaz de atender las necesidades mínimas de la población rusa. El nuevo aparato administrativo, consignado en enero de 1923, poco antes de su muerte, "se asemeja hasta lo imposible, hasta lo indigno, al de antes de la revolución". La revolución estaba viva en las palabras, hoy diríamos que en las estatuas, pero en la práctica real del Gobierno imperaban la ineficacia y la rutina. De ahí las expresiones durísirnas que Lenín pone en boca del campesino: "Los capitalistas, a pesar de todo, sabían abastecernos. Y vosotros, ¿sabéis? No, vosotros no sabéis". Un diagnóstico váll do cumplidas siete décadas.

Se disipaba también la bella esperanza de hacer del partido comunista "una gota en el mar del pueblo", al configurarse una fusión cada vez más estrecha entre partido y Estado, impregnados ambos de una rigidez heredada del poder zarista. Las mentalidades mostraban de este modo su capacidad para sobrevivir a las instituciones y a las ideas políticas que las generaran. Algo parecído sucederá luego con el estalinismo, más allá del XX Congreso, hasta reencarnar en las proposiciones defensivas y en la práctica de gestión de muchos que hoy siguen manifestándose en público como defensores de la perestroika. Y lo peor es que, como resultado concreto, siguen sin saber abastecer.

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Lenin no da más de si en térrninos positivos. El arbitrismo en las soluciones, que sigue a la lucidez de las últimas críticas, es signo de que la lógica de inversión respecto de la sociedad capitalista presidía aún sus reflexiones. A su juicio, nada funcionaba bien en el Estado soviético, pero, a pesar de ello, éste se encaminaba hacia "un nuevo tipo de democracia, de alcance histórico universal, la democracia proletaria o dictadura del proletariado". Sobran los comentarios.

Como conclusión hay que advertir que la revisión de cuanto ha ocurrido y ocurre en la URSS no constituye un ejercicio de masoquismo para uso de conservadores o neoliberales. Nadie debe tener más interés que la izquierda en precisar ese análisis y en dejar bien claro que no hay en sus propuestas vereda alguna que pueda llevar a un abismo como el soviético. Un ejemplo bien próximo de esa necesidad lo tenemos en un reciente artículo propuesta, que en estas mismas páginas suscribió un grupo de políticos y escritores, en su mayoría dirigentes del PCE, de cara a la construcción de una nueva izquierda en Europa. El contenido razonable de las observaciones críticas sobre el orden capitalista iba a parar en el artículo a un decálogo congruente con el hecho de pasar como sobre ascuas por la crisis del llamado socialismo real. A estas alturas, asociar la búsqueda de "un modelo de desarrollo alternativo" con la ruptura frente a la lógica del benefIcio y con el "gobierno de la economía por los trabajadores" (menos mal que no se formula como gobierno obrero y campesino, o como autogestión) equivale a olvidar cuanto ha ocurrido en los tres cuartos de siglo de fallida construcción del socialismo y a diseñar para la izquierda un merecido gueto. La mayoría social, trabajadores incluídos, desconfiará juiciosamente de cuanto apunte a quebrar el sistema vigente, a pesar de sus altos niveles de desigualdad y de injusticia. Las alternativas y reformas tendrán que proyectarse en el marco de la sociedad capitalista, reajustando una y otra vez la experiencia socialdemócrata. La utopía ha fracasado y sólo cabe esperar que su fracaso se salde sin mayores desastres para los pueblos que hoy integran la URSS y para el conjunto de la humanidad.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense.

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